viernes, 15 de diciembre de 2023

LA DAMA AURIENSE

 

 

 


Cuentan los que saben de estos cuentos, que a la misteriosa dama se le puede ver cabalgando, a lomos de un hermoso corcel blanco, por las escarpadas riberas del  Sil. Desde que el mundo tiene memoria.

Unos dicen: que la mujer rubia pertenecía a un pueblo celta, que habitaba en la zona hace más de mil años. Una hermosa joven, a la que la bruja de una tribu rival, envidiosa de su belleza, condenó a vivir para siempre encerrada en el castro ya olvidado entre la maleza de aquel lugar. Del que solo puede salir en las noches de luna llena, trotando en el caballo que robó a un soldado árabe, cuando Almanzor regresaba de  arrasar Santiago de Compostela, llevándose las campanas de la catedral como venganza.

Otros aseguran: que la dama Dorada, siglos atrás, fue una sierva romana. Cuando los romanos eran los señores de las tierras de Gallaecia. Un centurión se encaprichó de la joven, que lo rechazó ante toda la plebe. Sin embargo, lejos de avergonzarse, el hombre recurrió a las malas artes de una hechicera, que aún la retiene en contra su voluntad, encerrada para siempre en  una de las bodegas de la vertiginosa pendiente de los viñedos, que todavía existen en los  bancales del lugar donde los romanos cosechaban el apreciado vino de Amandi. Que el hechizo sobreviva al paso del tiempo es un misterio, ya que ni tan siquiera aquella hechicera romana vive para explicarlo.

Incluso hay quien sentencia: que ni una cosa ni la otra. La hermosa dama, en realidad, fue la amante del Abad del monasterio más poderoso de ese territorio.  Un hombre piadoso, que torturado  por el pecado de la carne, y temeroso del infierno que le esperaba en la otra vida, enfermó del mal de amores y encerró a la causa de sus tentaciones  en una celda recóndita y húmeda del lugar sagrado que regentaba. Prefería martirizarla con su injusticia a sentirse arrebatado por su belleza. 

 Mientras tanto, la existencia de la muchacha condenada a vivir hasta el día del fin del mundo, continúa transitando en el imaginario de las gentes de los pueblos de la comarca. Aunque nadie confiese haberse encontrado en su presencia, todos comentan que por allí anda una mujer cautiva del tiempo, por alguna razón inexplicable.

 Solo, los ángeles custodios, apiadados de su injusta situación, le permiten salir, una vez al mes, en el caballo del apóstol Santiago, para asegurarse de que el equino la devuelva a su celda antes de que la luz del sol pueda iluminar su piel.

Sea cual fuere el origen de su historia, lo cierto es que la hermosa dama Dorada está condenada a vagar sola por los bancales de los viñedos por toda su existencia.

No obstante, y a pesar de tantas versiones del cuento, una cosa es cierta: encontrarse con ella y saber guardar el secreto, atrae a la buena suerte.

Por eso, David jamás contará que la ha visto. Aunque aquella visión onírica es un recuerdo maravilloso que quedó grabado en el rincón más indeleble de su mente. 

La Dama Dorada tiene una presencia fascinante. Cuenta la leyenda,  que su belleza exótica permanece joven para siempre, gracias a las excelentes propiedades de las aguas termales de la zona. Allí, se la encontró el buen hombre, bañándose en las cálidas pozas de las orillas del Miño, una noche de luna llena. Relucía en su piel un firmamento de destellos dorados, bajo la luz blanca del plenilunio de agosto. Como una sirena, impregnada del oro que aún se encuentra en la arena de las aguas donde los romanos cribaban las pepitas doradas.

Quién logra ver así a la dama Auriense, es bendecido con la buena fortuna.

Embelesado por tanta belleza, David la vio desaparecer sonriente, sumergida en las aguas medicinales de las termas, dejando la imagen de su magnífica presencia impresa en su memoria para siempre. Todavía no sabe si lo soñó o fue real, pero nunca romperá el hechizo de la buena suerte contando que, una vez, tuvo la magia tan cerca.

 

                                                              © Carmen Ferro.   




 

 

 

viernes, 10 de noviembre de 2023

AMBROSÍA





 

                                   Esta vez, el Tintero de Oro nos reta a cometer un asesinato.

           Como no me gusta la violencia, he decidido aniquilar al narrador con esta receta


                                              AMBROSÍA   EXQUISITA


        Ingredientes:

        Confianza             Ternura                 Delicadeza

        Complicidad             Constancia                 Paciencia

        Locura                     Generosidad         Tolerancia

        Fantasía                     Flexibilidad                 Comprensión

        Pasión                     Madurez                 Dulzura

        Picante                     Comunicación         Imaginación

 

 

                *Observaciones: Las cantidades deberán ser personalizadas


        Preparación:

Cocer al vapor la confianza y la complicidad

Sofreír a fuego lento la locura con la fantasía

Aderezar con pasión y picante al gusto (se recomienda añadir una pizca de ternura)

Elevar la temperatura y remover con constancia hasta conseguir el punto deseado

Añadir al sofrito los ingredientes cocidos y triturar para formar una pasta compacta

Amasar la pasta con generosidad hasta que adquiera el punto idóneo de flexibilidad

Dejar reposar a temperatura ambiente para que fermente la madurez

Se recomienda conversar mientras se espera (impedir las manipulaciones externas)

Estirar la masa con delicadeza y forrar el molde adecuado ajustando bien los bordes

Preparar una crema fina de paciencia, tolerancia, comprensión y dulzura 

Volcar la crema dentro del molde con cuidado

Hornear a temperatura suave hasta que cuaje vigilando para que no se queme

Cuando el pastel esté dorado pinchar para comprobar que está bien cocido el interior

Retirar del horno y dejar enfriar antes de desmoldar (evita las roturas inoportunas)

Decorar con imaginación

Presentar en la vajilla de las fiestas

Comer a bocados lentos saboreando la Felicidad Exquisita

                             

                                         Bon appétit!


                      


   
                            
 
© Recetario: Carmen Ferro 

 


martes, 10 de octubre de 2023

DON NADIE

 

  



Soy un nadie. Lo sé. Me lo recuerdan todos los que pasan de largo, molestos al verme pidiendo en esta esquina.

Sí, te hablo a ti. No te asustes, soy pacífico y las únicas drogas que tomo son de consumo legal, algunas incluso con receta médica. Ya ves, hacen bien su trabajo. Me mantienen tranquilo, espectador pasivo de vuestra sociedad de consumo que camina de un lado para otro sin cesar.

Yo me muevo poco.

Sé que no te gusta verme dormir en el cajero próximo al portal de tu casa. Temes que envidie tu vida confortable y te ataque para robarte el bolso de marca. O algo peor, porque eres mujer, joven y guapa.

Tampoco eso me motiva, puedes estar tranquila.

No te juzgo. Aunque a mí me juzguen la mayoría de los que me ven aquí, tirado entre los cartones, cerca de vuestros caudales, amenazando vuestra seguridad

«Este, cualquier día, me atraca», piensas mientras sacas la tarjeta de plástico de tu cartera y la acercas al buche metálico que te suelta los billetes, iguales a los que también han pasado por mis manos.

¿O qué te crees? ¿Qué siempre he sido un paria? Pues no. Saberlo te ayudaría a superar el miedo que te inspiro.  

 Y no me mires de soslayo porque te comprendo. No hace tanto tiempo, pensaba eso mismo. Muchas veces, te lo aseguro. Cuando aún no era un don nadie y tenía un trabajo bien remunerado, una familia querida, un coche caro, visa oro, compañeros a los que les pagué muchas cañas y un salario suficiente para comprar ropa de tan buena calidad como la tuya.

Pero un día me despidieron. Una desgracia a mi edad, no te miento.

No sé cómo el muy cínico del patrón pensaba  que me engañaba con sus palabras falsas:

—Esto es muy difícil para nosotros, Adolfo. Después de tantos años, que tengamos que prescindir de ti es muy doloroso.

Crisis, esa palabra que lo excusa todo, debería darte más miedo que yo. No lo dudes. 

No tuve más remedio que recoger mis cosas y marcharme al bar de Tomás a pillar una cogorza. Yo solo. Quizás, a los compañeros  ya comenzaba  a olerles  a apestado. No tardé en darme cuenta de que el finiquito también incluía esa cláusula perversa.

Y en la barra de ese bar, empezó mi declive. Aunque entonces, eso aún no lo sabía.

 A los cincuenta y tres años, era demasiado mayor para otra oportunidad laboral y demasiado joven para no intentarlo. Incontables, las veces que escuché decir que el mercado laboral había cambiado y que debía reciclarme.

Reciclar: otra palabra destructiva. Toma nota.

Llevas un reloj precioso.  ¿Sabes?,  yo también tenía uno de esa marca. No temas, que no pienso robártelo; no soy de esos, aunque me veas vestido con estos andrajos que recojo en los contenedores y no me saco de encima hasta que se pudren.

¿Apesto, dices?

Ay, si yo te contara… Cada semana iba a mi peluquero de confianza. Esta barba destartalada y sin control, bien cortadita a navaja. Y del pelo, ni te cuento los cuidados. Mi perfume era francés, como lo oyes… De París. Pero no de los que puedes comprar en cualquier sitio. No. De los buenos de verdad.

Los trajes de diseño italiano, los zapatos españoles, por supuesto. Las corbatas, siempre me las elegía  Elena, que ella tenía muy buen gusto. Tanto, que se casó conmigo. Entonces, era muy buen mozo, no como me ves ahora.

 Sí, es verdad lo que estás pensando: me mandó al carajo en cuanto detectó la velocidad a la que se iban vaciando las cuentas bancarias. No la culpo.

A partir de ahí, me obsesioné más con la máquina tragaperras. Tenía que recuperarla. Pero en eso, tampoco tuve la suerte de mi lado.

Un día, Tomás también dejó de confiar en mí y de fiarme las cañas que sabía que nunca iba a cobrar.

Y no. No vine directamente del bar a este colchón de cartones. Antes, acabé con la paciencia de mis padres. A su único hijo no lo iban a dejar tirado, ¿no te parece?

Enseguida comprendí que mi presencia también les resultaba insoportable. No era fácil convencerme de que debía salir de la cama para  buscar trabajo.

Depresión no es una palabra de moda. Atenta. Lo supe demasiado tarde y el alcohol ya se había convertido en mi terapeuta de confianza.

Una mañana, me levanté. Ya no soportaba ver la mirada de sufrimiento de mi madre. Y no regresé nunca.

No estoy así por gusto, te lo aseguro.  Yo era un hombre feliz.  Con mi trabajo, mi buena mesa, ropa de calidad, cenitas con los amigos y una familia maravillosa. Una vida, quizás, muy similar a la tuya.

Llegar hasta aquí, ha sido un viaje corto. Te lo advierto. 

Ahora, solo me queda perder la salud. Por eso me consuela pensar que en estas condiciones no tardaré demasiado en conseguirlo.

Ni te imaginas la cantidad de personas que tiran tabaco sin que les duela el alma.  A mí me duelen un poco los riñones al levantarme, pero el estómago me funciona de maravilla, a pesar de alimentarme con vuestros desperdicios.

¿Qué asco, dices? ¡Ay, cuántas veces habré dicho yo eso mismo!       

— ¡Eh!, se te ha caído un billete en mi sombrero. 

No me compres tu tranquilidad. Yo nunca le haría daño a nadie.

                            

                                                 © Carmen Ferro.        


 

 


sábado, 9 de septiembre de 2023

LA MALA CONSEJERA

 



Que Álvaro no era un inepto para escribir lo sabían todos. Pero  los premios, los halagos y la admiración recaían siempre en  la pequeña de la familia Gil de Soto Mayor.

No comprendía esa diferencia en los reconocimientos. Los dos firmaban con el mismo apellido y compartían la fascinante biblioteca familiar, repleta de ejemplares recopilados durante siglos por su familia de abolengo reconocido, y al muchacho se le reblandecían los sesos buscando cómo superar a su hermana, aunque solo fuese una vez.

«Se pasa horas ahí metida, dándole vueltas a los libros amarillentos de las estanterías, y sabe que muchas de esas historias son desconocidas. Esa listilla copia los textos, los maquilla y los viste bonito, les cambia el título, los firma con su nombre y engaña a todos. Menos a mí, claro. La muy rata plagia», sentenció.

Aunque nunca había visto a su hermana copiar, decidió imitarla. Recurrió a los tomos más inaccesibles, convencido de que allí ella no habría alcanzado ningún libro. Durante días, se dedicó a hojear, leer en diagonal, anotar frases que le llamaron la atención y copiar párrafos enteros.

Cuando creyó que tenía lo esencial, recompuso la historia y la contó con sus propias palabras. Revisó el texto al milímetro, corrigiendo la ortografía hasta la pulcritud.  Satisfecho con el resultado, lo imprimió, convencido de que esa vez el premio del concurso no sería para Lucía.

Entonces, se fijó en el tintero dorado que relucía sobre el  escritorio de su padre, el último premio conseguido por la niña de papá. Lo tomó en sus manos y leyó la frase grabada  bajo el nombre de la premiada rata familiar:

«Pídeme un deseo y lo verás por escrito».

— Menuda cursilería— se dijo— ¿Tengo que frotarle el lomo a la lamparita mágica de las letras de la niña para ganar el concurso? De acuerdo, firmaré esta historia con la tinta de esta reliquia ridícula y a cambio me concederás el privilegio de dejar al jurado sin palabras.

Ciego de orgullo, no leyó la advertencia en el envés del frasco «todo tiene un precio» y  firmó con su apellido de abolengo, antes de guardar los folios en su escritorio bajo llave. 

Ay, la vanidad. Tan seguro estaba de su obra esa vez, que la envió al concurso sin repasar ni una coma más. 

En ninguna de las ediciones del certamen, les habían enviado nada igual. Los diez folios en blanco, firmados a pluma por Álvaro Gil de Soto Mayor, sorprendieron a todos.

Su nombre era lo único  que había sobrevivido a la ausencia de las palabras del texto, que se habían esfumado del papel de buena calidad.  Bajo la firma, una frase, escrita en letras doradas, sentenciaba:

               «La envidia es muy mala consejera» 

                        

                                                                          © Carmen Ferro.                                                                            

 

miércoles, 30 de agosto de 2023

CORRESPONDENCIA ABIERTA

 

       © Carmen Ferro.   


 

 

   

Querido Clyde:

    Te hablaré en presente, amor, porque sé que nadie se va del todo mientras alguien le tenga presente en sus pensamientos. Y yo no dejo de pensarte, como he hecho siempre.

Al principio, creía verte cuando llegaba a casa, distraído en la lectura de los cuentos, escuchando la  música que a ti tanto te gusta. Entonces, me acercaba sigilosa y me abrazaba a tu espalda, te besaba en la nuca como sé que te place, con el mordisco exacto en la medida justa, y sentía tu estremecimiento mudo entre mis brazos llenos de la nada.

 Con el paso de los días, tenía la sensación de que tus cosas se movían de sitio a capricho, jugando con mis ojos al escondite en tus rincones favoritos de la casa. Buscándolos, me encontraba con la sombra de tu silueta balanceándose en la cortina, mecida por el viento que entraba por la escueta rendija de la ventana entreabierta. Entonces, nuestra estancia se llenaba del sonido estremecedor del aria que un día sería la solemne acompañante en la despedida, con el volumen del reproductor in crescendo, como mi tristeza. Toda la música eres tú. Ahí siempre te encuentro, amor. 

Ahora, te escribo en la mesa donde te imagino escribiendo, escribiéndome, escribiéndonos. ¿Qué poema elegiremos hoy para desperezar el día? ¿Qué fantasía nueva para el desenfreno del abismo? ¿Qué nos apetecerá comer? ¿Quién vendrá de visita a media tarde? ¿Con qué piel vamos a desnudar los sueños? Son preguntas al aire, amor, ya lo sabes. 

Abro el poemario por la primera página y leo el primer poema que has elegido compartir en nuestra correspondencia. Esa sensibilidad tuya me ha atrapado desde el principio, todavía más que el jeroglífico de palabras incendiarias que nos robaban el sueño. Creo habértelo dicho ya, pero, por si me he despistado de hacerlo, te lo dejo aquí escrito, pues bien mereces saberlo. 

Sigue leyéndome como yo te sigo leyendo en el mar. Imaginando que el ir y venir del agua en la orilla son tus besos en mis pies y el azul cambiante del océano es tu mirada viva, la del niño esperanzado intentado superar su farallón. La sal de la mar me sabe a ti. El olor de la brisa marina me huele a ti. La palabra mar, siempre serás tú. En todos los mares, te siento eterno.

Mientras te escribo esta carta, Hermes me mira sentado en tu sillón, como un okupa sentimental. ¿Cómo explicarle tu ausencia a nuestro perro? Te extraña tanto que hasta ha perdido las ganas de jugar conmigo, como hacíamos contigo. Algo debe intuir nuestro hermoso amigo, que hasta su mirada ha cambiado.

Hoy estoy melancólica, lo sé. Pero no triste, no te aflijas. Me siento afortunada por haber coincidido en nuestro espacio privado, por muy corto que haya sido el tiempo compartido. La experiencia ha sido una inspiración vital que me sacó de las casillas del tablero anodino en el que languidecía, adormecida en la añoranza, mientras me lamía las heridas de la vida.  Y tú me las besaste con la sutil ternura escrita en un poema.

Duele la ausencia, no lo niego, pero soy feliz si leo el libro en perspectiva. Tenías razón, la eternidad puede ser demasiado corta, pero se me antoja sublime si la imagino contigo.

No me despido, amor. Nunca voy a despedirme de la esencia de tu ser o no ser. Seguiré encontrándote en cada nota de Bach, bailándote en las melodías de las canciones inolvidables y entrecruzando pasos con la nostalgia en un tango a media voz cantado al oído; recordándote en aquella canción francesa en la que, por primera vez, me hablaste de tu vida en la letra de una canción extranjera.

 ¡Te he inventado tanto, amor! Te he leído en tantas cartas el pasado, que no voy a dejar de conjugarnos en presente, aunque solo sea en las letras de una carta abierta hacia el infinito destello del firmamento, por si acaso la ira de Hera se enardece y te devuelve a nuestro universo.

Resplandece sobre nuestro techo, recordándome que ha quedado pendiente el viaje de mis sueños, para regalarte esta luna de plata, allí, en Petra. A cambio, me has dejado en prenda la luz del mar turquesa, escrita en la retina del viaje que soñamos una vez, en África. 

Te beso, como siempre. Hoy en todos los versos del poema de la página veintiuno, tomo primero del poemario. Recién nacía octubre del año 20. Entonces, no todo acabó mal. Los días venideros regresaron, plenos de porvenir, para calmar la sed de los sueños, como veleros regocijándose en la mar de los buenos vientos.

 

                   * Diario de un barco sin remos, año 23

 

                                                             © Carmen Ferro.   




miércoles, 17 de mayo de 2023

EL REGRESO


 


                                  

          EMOCIÓN: La ilusión, siempre inspira emociones. 


Hace tres años que vivo en Londres. Ser profesora de música en mi país era imposible, así que, lo dejé todo y me vine con la ilusión en la maleta.

La suerte me acompañó, en apenas unos meses encontré el trabajo de mis sueños.

Soñé con volver en verano para no morir de pena entre la maldita niebla. Pero no fue la niebla quién nos impidió vernos. De pronto, una maldición nos apartó a todos, lejos de todos.

Adiós al ansiado regreso en verano. ¡Les extrañé tanto!

Preparé este viaje en secreto, y compré un billete de ida y vuelta. Dos semanas de vacaciones, junto a ellos, serán mi mejor regalo de cumpleaños.

 Pasé tanto miedo…  La idea de no verles más aún me aterra.

Bajo del taxi temblando. Sí, esta es mi calle, mi portal, mi escalera, mi puerta. ¡Por fin, en casa!

Nadie responde al timbre. Nadie se acerca a ver por la mirilla. Ni un leve ruido. No sé cómo se habrán enterado de que venía.

Me fastidia no poder sorprenderles. ¡Qué rabia!

Cuando voy a golpear la puerta, veo el cartel:

“Nos hemos mudado. Llámanos a este número”.

Furiosa, les grito: ¡¿Mudado?! ¡¿Hablamos todas las semanas y no me contáis esto?!

Calma, Laura. Solo quieren gastarte una broma—me digo ilusionada— Están en el bar de Rosa, esperándote con ese bacalao exquisito. ¡Ay, mamá! ¡Qué ganas tengo de abrazarte!

Bajo. El bar de Rosa ya no existe. Enfadada, marco el número y el contestador me desconcierta: “El teléfono está apagado”.


                                                            © Carmen Ferro.   

El reto es pintar de emociones al personaje, pero Laura piensa que he jugado con su ilusión para dejarla en un deshaucio emocional. Espero que me perdone. 

domingo, 5 de febrero de 2023

LAS SEMILLAS DEL MAL

 




Un cartel al lado de la puerta lo decía bien claro:

HERBARIUS  LOCUSTA

          REMEDIUM  OMNIBUS MALIS

    Y no mentía el anuncio del local en aquella discreta calle de Roma, cuyo nombre nadie recuerda. La que sí dejó su nombre escrito en la Historia fue la extraordinaria Locusta y sus remedios para todo tipo de males.

Había aprendido de su madre los sabios manejos de la botánica y al herbolario acudían gentes de todo tipo y condición.  Su nombre y la eficacia de sus recetas eran conocidos en toda Roma.  Para solucionar con rapidez problemas de herencia, infidelidades, amantes incómodos, enemigos políticos…, los remedios de Locusta eran infalibles.

    Trabajar en exceso, y con tanta eficiencia, fue su perdición: ella misma terminó condenada a muerte. 

Y esperándola estaba, cuando la fama de sus habilidades llegó a oídos de la emperatriz Agripina la Menor. La mujer del César la necesitaba con urgencia, ordenó excarcelar a la esclava y que la entregasen a su servicio. Así fue como Locusta pasó de vender remedios en la pequeña tienda, a dar servicios exclusivos a la élite imperial.

Del herbolario a cocinera del César fue un salto brutal en su carrera, que no la alejó de su condición de esclava. En la era de las traiciones y las intrigas, una habilidad tan exitosa no se podía desperdiciar en el estómago de cualquier fiera hambrienta.

    Pronto le llegó el momento de cocinar exquisiteces personalizadas por orden de la emperatriz. La señora proveía las viandas y Locusta les daba el tratamiento culinario con precisión. Sabido es, que las recetas más delicadas necesitan de la medida justa y la armónica combinación de todos los ingredientes. Tan equilibradas eran las comidas, que pasaban el filtro de los esclavos probadores. Comer un poco nunca sería un problema.

—Aquí tienes los mejores champiñones del Imperio para que cene esta noche mi esposo—indicó una tarde Agripina a su cocinera. —No olvides aliñarlos generosamente con esa salsa tan buena que solo tú sabes hacer.

Y eficaz fue, sin duda, aquel guiso de setas que Locusta preparó con esmero para el César. Las consecuencias del preciado alimento son Historia de Roma.

    Y de Claudio a Nerón, la trayectoria profesional de la esclava cocinera medró. Era maestra del oficio.

Nerón, paranoico excéntrico, no dudaba en sacarse de en medio a cualquiera que considerase un rival. En eso era de gran utilidad la sabiduría de su cocinera, siempre alentada por la madre del caprichoso emperador romano.

Había llegado el turno de eliminar a otro ilustre, que entorpecía las aspiraciones de Agripina para su querido Nerón. Británico, hijo de Claudio y Mesalina, era demasiado aficionado al vino caliente. Una noche, el impaciente hermanastro de Nerón bebió demasiado rápido y se quemó la lengua. Un sirviente  se apresuró a enfriarle el vino con el agua de la jarra que rauda le había acercado Locusta, tan servicial y detallista como de costumbre.

         El galeno concluyó: ataque agudo de epilepsia. 

                    Y a otra cosa, cocinera.

     En una época donde las sentencias de muerte justicieras no provenían del Tribunal, los ingredientes de las salsas de Locusta eran ejecutores lentos, insípidos y crueles. Otras veces, no. Se adaptaban las recetas a las necesidades perentorias del emperador.

    El Senado, harto de tantos excesos, ordenó infiltrar un espía entre los probadores de comida de los ilustres invitados por Nerón.

Livio era un joven apuesto de palabras dulces, que enseguida puso el ojo en la cocinera de carnes prietas y carácter agrio. Sospechaba que esa acidez de espíritu era la causa de los males, que casi siempre provenían de la cocina. La cameló cantándole cármenes en las cálidas noches de aquel verano, acompañado de una cítara. Cosa que agradaba a Nerón, que embelesado por la voz (y la belleza) del esclavo, se confió demasiado y permitió que cortejase a Locusta en los jardines, solo para poder contemplar al muchacho desde sus ventanales. Conocidas son las aficiones del tiránico emperador.

Locusta cayó en la red, porque el amor es ciego y la pasión impaciente.  Quizás por eso, en el ardor arrastró al muchacho a su rincón secreto. Al fin y al cabo, nadie sospecharía de los kilos de semillas de manzana que allí guardaba en sacas. Nadie, que no escudriñara la estancia  con ojos de espía, se daría cuenta de que molía las semillas en un rudimentario molino de piedra, ni de que guardaba el polvo logrado en las vasijas de barro.

Se dejó llevar por la pasión y se entregó a amar en cuerpo y alma al efebo, sobre la mesa de moler. Amor ciego y pasión arrebatada hacen bajar la guardia, pero el espía no desaprovechó la ocasión. Locusta yacía exhausta, extasiada por el olor a manzana ácida de las pepitas pegadas a su piel sudada. Sin darse cuenta, estaba aspirando los restos esparcidos por la mesa del polvo mágico de sus salsas.  Livio no se entretuvo a contemplar la muerte de la cocinera, y se apresuró a salir del cuarto con una muestra del polvo de semillas.

Una vez más, las manzanas determinando la Historia.

    Cuentan que Locusta terminó muerta por sentencia, devorada por una fiera. Bien que se han cuidado de no desvelar la química mortal que anida en el corazón de las manzanas. Esas inocentes semillas, en la cantidad precisa, son una potente dosis de cianuro capaz de causar la muerte de cualquiera.


                                                           © Carmen Ferro.   



domingo, 15 de enero de 2023

DAMAS DEL CAMINO

 


Las Damas Meigas son parte esencial de la Mitología de Galicia. Hay tantas como leyendas existen sobre ellas. En tan pocas palabras, intentaré mostrar a dos Damas poco conocidas que, según la leyenda, habitan en el Camino de Santiago, cerca del río Miño. 


            A GATA BRANCA Y ANA MANANA


La Dama felina otea  majestuosa desde su atalaya de piedra. Por la senda sube un caminante. 

    Salta de alegría.

— ¡Estamos de suerte, Ana. Viene un hombre, joven y solo!

 Sabe que será la presa perfecta. Lleva siglos viendo llegar peregrinos al final de la cuesta, sedientos y cansados. Encuentran el paraíso en el manantial cristalino que brota de la roca,  bajo la sombra acogedora de un roble centenario.

El joven bebe y se sienta bajo el árbol. Saca del zurrón la comida sin fijarse en la gata,  hasta que escucha el meloso maullido a su lado.

Blanca ronronea, mansa en  la caricia. Su pelaje, suave y lustroso, encandila al peregrino.

—Bien debes cazar para estar así de grande, minina.

Tras el reposo, el hombre se  acerca a  la fuente y llena el calabacino de  agua fresca.

Si la gata hablase, le contaría la historia que guarda esa piedra. Ana Manana pecó de curiosa y abrió el paquete que  un joven viajero le confió  en custodia. Al regreso, descubrió la traición y la maldijo. La hermosa Dama lleva siglos ahí encerrada, derramando un manantial constante de lágrimas.

La consuela Gata Branca, ejecutando venganza por ella.

¿Quién se  fiaría de una gata que camina sobre las patas traseras apoyada en la cola como en un bastón?

Él no debió hacerlo. La minina se enredó en sus piernas, perdió el equilibrio y  rodó   barranco abajo hasta llegar al río.

 La garra felina marca otra muesca en el roble y el manantial desborda alegría.


                                                                                      © Carmen Ferro.   




miércoles, 7 de diciembre de 2022

LAS ENTRAÑAS DEL FARO




  

   

        El día en el que mi abuelo Julio cumplió setenta y cinco años, mi madre dijo que a su padre se le estaba yendo la cabeza. Yo solo tenía quince, y me costaba entender a mi familia, pero sabía que lo que contaba aquella tarde pasó de verdad.

    Todo empezó con la fiesta sorpresa que organizaron sus hijos para celebrarlo. Eligieron un hotel precioso. Un faro, cerca de las ruinas del cuartel donde hizo el servicio militar, con impresionantes vistas al océano Atlántico. Pero lo asombroso de ese lugar no se ve. El sitio, donde el abuelo estuvo sirviendo al país como ingeniero electrónico, es increíble.

A la fiesta vino su amigo Sixto, que también trabajó con el equipo científico. Entre los dos recordaron anécdotas de película.

    Después de comer, los demás prefirieron quedarse en la piscina. Yo les acompañé porque iban a enseñarme el cuartel, aunque sabía que contarían batallitas (ya sabéis de qué os hablo), por eso nadie quiso acompañarnos. Soy demasiado curioso y nunca pierdo la oportunidad de escuchar cualquier historia, sea verdad o no.

    Salí ganando. Pasaron de visitar las ruinas y fuimos directos a uno de los puestos de vigilancia camuflados en la ladera del monte. Ni hablaron de lo que se vigilaba desde allí entonces, como niños ilusionados buscaron la puerta oculta por la maleza. El señor Sixto iba preparado, llevaba en la mochila el machete, dos linternas y dos cascos. El abuelo ya llevaba el suyo puesto al salir del hotel, regalo de mis padres. Quizás sospechaban lo que iba a pasar.

     Entrar en aquel túnel fue alucinante.  La luz de las linternas proyectaba nuestras sombras en las paredes de piedra. Los imaginaba allí de jóvenes, moviéndose como topos, pero el abuelo me dijo que había luz eléctrica. Todavía recordaba cómo se abría una puerta secreta, disimulada en la pared como una piedra más. Descubrí para qué sirve la brújula tatuada en su brazo. Marcó las coordenadas y la losa se deslizó, como tragada por la pared, y se encendió la lámpara del techo.  Ante mis ojos apareció una galería enorme.

— ¡El laboratorio secreto!—, grité entusiasmado.

—No, Xavi. Esta era la factoría de androides, el laboratorio lo han destruido.

— ¡No me vaciles, abuelo!

No le creería, pero Sixto insistió en que era cierto, y de él nadie decía que se le iba la pinza.

Iban en serio, se les quebraba la voz al decir que los que de verdad mandaban allí eran los ingenieros alemanes. Ellos lo manejaban todo, se lamentaban.

—Apenas dejaron nada cuando cerraron las instalaciones. Es una lástima, sé que te encantaría verlo.

— ¡Sería una pasada!

— Imagina esta sala como una cadena de montaje — me explicaba Sixto—. En esos estantes había cajas con los diferentes elementos del cuerpo y en las mesas montaban las piezas metálicas en las hormas, como puzles. Luego verás la zona donde construían las cabezas, aquello sí que era tecnología avanzada.

    Estaba espeluznado imaginando la fabricación de los androides, cuando el abuelo me sujetó los hombros antes de abrir la sala anexa. Hizo bien. Allí la lámpara no funcionaba y me hubiese caído de espaldas al ver aquellos cráneos iluminados por las linternas.

—Elaborar las cabezas era tarea exclusiva de sus informáticos—continuó mi abuelo—. Los alemanes no compartían el proceso con nadie y solo podía entrar  aquí Mauricio, el biólogo.  El único de los nuestros que pudo ver los cadáveres congelados, de un hombre y una mujer, que guardaban en la cámara excavada en la roca. De aquellos cerebros  extraían las células para replicar en el laboratorio, antes de insertarlas como materia orgánica en los cerebros artificiales. Increíble ¿verdad?

    De pronto, se abrió otra pared. No sé cómo porque estaba al borde del desmayo. Menos mal que había luz…

—Aquí, ensamblaban todos los elementos del cuerpo en moldes de acero y los cableaban con circuitos electrónicos, antes de  rellenarlos  con viscolátex en una máquina que estaba en aquella esquina—el abuelo no paraba de hablar—. Una vez desmoldas, recubrían las figuras con piel sintética, producida a partir de un alga gelatinosa que abunda en esta costa. En eso, era especialista nuestro amigo Mauricio. Lograba crear piel y cabello idénticos a los humanos. Un maestro. Tenías que ver lo bien que clonaba los ojos de gato.

—Siéntate, si quieres— me dijo Sixto.

    Reconozco que ya era cobarde. No me atreví a preguntar: ¿Y vosotros, qué hacías aquí?

—El acabado era impecable—continuó—, pero debían conseguir que los androides parecieran auténticas personas. Neurosiquiatras y sociólogos los instruían en el comportamiento humano, y les enseñaban a mostrar las emociones que jamás podrían sentir. Una vez optimizados, desfilaban por los túneles acompañados de sus instructores, hacia la salida que comunica estas instalaciones con el mar.

—Ahí teníamos prohibido pasar, el mantenimiento de ese túnel también era cosa suya —añadió mi abuelo—. Cuentan que va sumergido en el mar hasta las islas Cíes, donde cargaban en submarinos todo lo que se producía en esta factoría. ¿Qué hacían con ellos?... Nunca lo supimos.

    Cuando salimos a la superficie mi cabeza flotaba en historias inverosímiles. Sentir la brisa del mar fue el alivio que me devolvió a la realidad del atardecer, púrpura encendido sobre el horizonte del océano.

Quizás era demasiado ingenuo, pero sabía  que  ya nunca podría ver aquel paisaje con la complacencia de los que ignoran los secretos de sus entrañas.

                                                                        © Carmen Ferro.   



Este relato participa Fuera de Concurso en El Tintero de Oro









LA DAMA AURIENSE

      Cuentan  los que saben de estos cuentos, que a la misteriosa dama se le puede ver cabalgando, a lomos de un hermoso corcel blanc...