Cuentan los que saben de estos cuentos, que a la misteriosa dama se le puede ver
cabalgando, a lomos de un hermoso corcel blanco, por las escarpadas riberas
del Sil. Desde que el mundo tiene
memoria.
Unos
dicen: que la mujer rubia pertenecía a un pueblo celta, que habitaba en la zona
hace más de mil años. Una hermosa joven, a la que la bruja de una tribu rival,
envidiosa de su belleza, condenó a vivir para siempre encerrada en el castro ya
olvidado entre la maleza de aquel lugar. Del que solo puede salir en las noches de luna llena, trotando en el caballo que
robó a un soldado árabe, cuando Almanzor regresaba de arrasar Santiago de Compostela, llevándose
las campanas de la catedral como venganza.
Otros
aseguran: que la dama Dorada, siglos atrás, fue una sierva romana. Cuando los
romanos eran los señores de las tierras de Gallaecia. Un centurión se
encaprichó de la joven, que lo rechazó ante toda la plebe. Sin embargo, lejos
de avergonzarse, el hombre recurrió a las malas artes de una hechicera, que aún
la retiene en contra su voluntad, encerrada para siempre en una de las bodegas de la vertiginosa pendiente de los viñedos,
que todavía existen en los bancales del
lugar donde los romanos cosechaban el apreciado vino de Amandi. Que el hechizo
sobreviva al paso del tiempo es un misterio, ya que ni tan siquiera aquella
hechicera romana vive para explicarlo.
Incluso hay
quien sentencia: que ni una cosa ni la otra. La hermosa dama, en realidad, fue la
amante del Abad del monasterio más poderoso de ese territorio. Un hombre piadoso, que torturado por el pecado de la carne, y temeroso del
infierno que le esperaba en la otra vida, enfermó del mal de amores y encerró a
la causa de sus tentaciones en una celda
recóndita y húmeda del lugar sagrado que regentaba. Prefería martirizarla con
su injusticia a sentirse arrebatado por su belleza.
Mientras tanto, la existencia de la muchacha condenada a vivir hasta el día del fin del mundo, continúa transitando en el imaginario de las gentes de los pueblos de la comarca. Aunque nadie confiese haberse encontrado en su presencia, todos comentan que por allí anda una mujer cautiva del tiempo, por alguna razón inexplicable.
Solo, los ángeles custodios, apiadados de su injusta situación, le permiten salir, una vez al mes, en el caballo del apóstol Santiago, para asegurarse de que el equino la devuelva a su celda antes de que la luz del sol pueda iluminar su piel.
Sea
cual fuere el origen de su historia, lo cierto es que la hermosa dama Dorada está
condenada a vagar sola por los bancales de los viñedos por toda su existencia.
No
obstante, y a pesar de tantas versiones del cuento, una cosa es cierta:
encontrarse con ella y saber guardar el secreto, atrae a la buena suerte.
Por
eso, David jamás contará que la ha visto. Aunque aquella visión onírica es un
recuerdo maravilloso que quedó grabado en el rincón más indeleble de su mente.
La
Dama Dorada tiene una presencia fascinante. Cuenta la leyenda, que su belleza exótica permanece joven para
siempre, gracias a las excelentes propiedades de las aguas termales de la zona.
Allí, se la encontró el buen hombre, bañándose en las cálidas pozas de las
orillas del Miño, una noche de luna llena. Relucía en su piel un firmamento de
destellos dorados, bajo la luz blanca del plenilunio de agosto. Como una sirena,
impregnada del oro que aún se encuentra en la arena de las aguas donde los
romanos cribaban las pepitas doradas.
Quién
logra ver así a la dama Auriense, es bendecido con la buena fortuna.
Embelesado
por tanta belleza, David la vio desaparecer sonriente, sumergida en las aguas
medicinales de las termas, dejando la imagen de su magnífica presencia impresa en
su memoria para siempre. Todavía no sabe si lo soñó o fue real, pero nunca
romperá el hechizo de la buena suerte contando que, una vez, tuvo la magia tan
cerca.
© Carmen Ferro.