Soy un nadie. Lo sé. Me lo recuerdan todos los
que pasan de largo, molestos al verme pidiendo en esta esquina.
Sí, te hablo a ti. No te asustes, soy pacífico y las únicas drogas que tomo son de consumo legal, algunas incluso
con receta médica. Ya ves, hacen bien su trabajo. Me mantienen tranquilo,
espectador pasivo de vuestra sociedad de consumo que camina de un lado para
otro sin cesar.
Yo me muevo poco.
Sé que no te gusta verme dormir en el
cajero próximo al portal de tu casa. Temes que envidie tu vida
confortable y te ataque para robarte el bolso de marca. O algo peor, porque
eres mujer, joven y guapa.
Tampoco eso me motiva, puedes estar
tranquila.
No te juzgo. Aunque a mí me juzguen la
mayoría de los que me ven aquí, tirado entre los cartones, cerca de vuestros caudales, amenazando vuestra seguridad
«Este, cualquier día, me atraca», piensas
mientras sacas la tarjeta de plástico de tu cartera y la acercas al buche
metálico que te suelta los billetes, iguales a los que también han pasado por mis
manos.
¿O qué te crees? ¿Qué siempre he sido un
paria? Pues no. Saberlo te ayudaría a superar el miedo que te inspiro.
Y
no me mires de soslayo porque te comprendo. No hace tanto tiempo, pensaba eso mismo. Muchas veces, te lo aseguro. Cuando aún no era un don nadie y
tenía un trabajo bien remunerado, una familia querida, un coche caro, visa oro, compañeros a los que les pagué muchas cañas y un salario suficiente
para comprar ropa de tan buena calidad como la tuya.
Pero un día me despidieron. Una desgracia
a mi edad, no te miento.
No sé cómo el muy cínico del patrón
pensaba que me engañaba con sus palabras falsas:
—Esto es muy difícil para nosotros,
Adolfo. Después de tantos años, que tengamos que prescindir de ti es muy
doloroso.
Crisis, esa palabra que lo
excusa todo, debería darte más miedo que yo. No lo dudes.
No tuve más remedio que recoger mis cosas
y marcharme al bar de Tomás a pillar una cogorza. Yo solo. Quizás, a los
compañeros ya comenzaba a olerles a apestado. No
tardé en darme cuenta de que el finiquito también incluía esa cláusula perversa.
Y en la barra de ese bar, empezó mi
declive. Aunque entonces, eso aún no lo sabía.
A los cincuenta y tres años, era
demasiado mayor para otra oportunidad laboral y demasiado joven para no intentarlo.
Incontables, las veces que escuché decir que el mercado laboral había cambiado
y que debía reciclarme.
Reciclar: otra palabra destructiva. Toma nota.
Llevas un reloj
precioso. ¿Sabes?, yo también tenía uno de esa marca. No
temas, que no pienso robártelo; no soy de esos, aunque me veas vestido con
estos andrajos que recojo en los contenedores y no me saco de encima hasta que
se pudren.
¿Apesto, dices?
Ay, si yo te contara… Cada semana iba a mi
peluquero de confianza. Esta barba destartalada y sin control, bien cortadita a navaja. Y del pelo, ni te cuento los cuidados. Mi perfume era francés, como lo
oyes… De París. Pero no de los que puedes comprar en cualquier sitio. No. De los buenos de verdad.
Los trajes de diseño italiano, los zapatos
españoles, por supuesto. Las corbatas, siempre me las elegía Elena,
que ella tenía muy buen gusto. Tanto, que se casó conmigo. Entonces, era
muy buen mozo, no como me ves ahora.
Sí, es verdad lo que estás pensando:
me mandó al carajo en cuanto detectó la velocidad a la que se iban vaciando las
cuentas bancarias. No la culpo.
A partir de ahí, me obsesioné más con la
máquina tragaperras. Tenía que recuperarla. Pero en eso, tampoco tuve la suerte
de mi lado.
Un día, Tomás también dejó de confiar en
mí y de fiarme las cañas que sabía que nunca iba a cobrar.
Y no. No vine directamente del bar a este
colchón de cartones. Antes, acabé con la paciencia de mis padres. A su
único hijo no lo iban a dejar tirado, ¿no te parece?
Enseguida comprendí que mi presencia
también les resultaba insoportable. No era fácil convencerme de que debía salir
de la cama para buscar trabajo.
Depresión no es una palabra de moda. Atenta. Lo supe demasiado tarde y
el alcohol ya se había convertido en mi terapeuta de confianza.
Una mañana, me levanté. Ya no soportaba
ver la mirada de sufrimiento de mi madre. Y no regresé nunca.
No estoy así por gusto, te lo aseguro. Yo
era un hombre feliz. Con mi trabajo, mi buena mesa, ropa de calidad,
cenitas con los amigos y una familia maravillosa. Una vida, quizás, muy similar
a la tuya.
Llegar hasta aquí, ha sido un viaje corto. Te lo advierto.
Ahora, solo me queda perder la salud. Por eso me consuela pensar que en estas condiciones no tardaré demasiado en
conseguirlo.
Ni te imaginas la cantidad de personas que tiran tabaco sin que les duela el alma. A mí me duelen un poco los riñones al levantarme, pero el estómago me funciona de maravilla, a pesar de
alimentarme con vuestros desperdicios.
¿Qué asco, dices? ¡Ay, cuántas veces habré
dicho yo eso mismo!
— ¡Eh!, se te ha caído un billete en mi
sombrero.
No me compres tu tranquilidad. Yo nunca le
haría daño a nadie.
©
Carmen Ferro.