domingo, 5 de febrero de 2023

LAS SEMILLAS DEL MAL

 




Un cartel al lado de la puerta lo decía bien claro:

HERBARIUS  LOCUSTA

          REMEDIUM  OMNIBUS MALIS

    Y no mentía el anuncio del local en aquella discreta calle de Roma, cuyo nombre nadie recuerda. La que sí dejó su nombre escrito en la Historia fue la extraordinaria Locusta y sus remedios para todo tipo de males.

Había aprendido de su madre los sabios manejos de la botánica y al herbolario acudían gentes de todo tipo y condición.  Su nombre y la eficacia de sus recetas eran conocidos en toda Roma.  Para solucionar con rapidez problemas de herencia, infidelidades, amantes incómodos, enemigos políticos…, los remedios de Locusta eran infalibles.

    Trabajar en exceso, y con tanta eficiencia, fue su perdición: ella misma terminó condenada a muerte. 

Y esperándola estaba, cuando la fama de sus habilidades llegó a oídos de la emperatriz Agripina la Menor. La mujer del César la necesitaba con urgencia, ordenó excarcelar a la esclava y que la entregasen a su servicio. Así fue como Locusta pasó de vender remedios en la pequeña tienda, a dar servicios exclusivos a la élite imperial.

Del herbolario a cocinera del César fue un salto brutal en su carrera, que no la alejó de su condición de esclava. En la era de las traiciones y las intrigas, una habilidad tan exitosa no se podía desperdiciar en el estómago de cualquier fiera hambrienta.

    Pronto le llegó el momento de cocinar exquisiteces personalizadas por orden de la emperatriz. La señora proveía las viandas y Locusta les daba el tratamiento culinario con precisión. Sabido es, que las recetas más delicadas necesitan de la medida justa y la armónica combinación de todos los ingredientes. Tan equilibradas eran las comidas, que pasaban el filtro de los esclavos probadores. Comer un poco nunca sería un problema.

—Aquí tienes los mejores champiñones del Imperio para que cene esta noche mi esposo—indicó una tarde Agripina a su cocinera. —No olvides aliñarlos generosamente con esa salsa tan buena que solo tú sabes hacer.

Y eficaz fue, sin duda, aquel guiso de setas que Locusta preparó con esmero para el César. Las consecuencias del preciado alimento son Historia de Roma.

    Y de Claudio a Nerón, la trayectoria profesional de la esclava cocinera medró. Era maestra del oficio.

Nerón, paranoico excéntrico, no dudaba en sacarse de en medio a cualquiera que considerase un rival. En eso era de gran utilidad la sabiduría de su cocinera, siempre alentada por la madre del caprichoso emperador romano.

Había llegado el turno de eliminar a otro ilustre, que entorpecía las aspiraciones de Agripina para su querido Nerón. Británico, hijo de Claudio y Mesalina, era demasiado aficionado al vino caliente. Una noche, el impaciente hermanastro de Nerón bebió demasiado rápido y se quemó la lengua. Un sirviente  se apresuró a enfriarle el vino con el agua de la jarra que rauda le había acercado Locusta, tan servicial y detallista como de costumbre.

         El galeno concluyó: ataque agudo de epilepsia. 

                    Y a otra cosa, cocinera.

     En una época donde las sentencias de muerte justicieras no provenían del Tribunal, los ingredientes de las salsas de Locusta eran ejecutores lentos, insípidos y crueles. Otras veces, no. Se adaptaban las recetas a las necesidades perentorias del emperador.

    El Senado, harto de tantos excesos, ordenó infiltrar un espía entre los probadores de comida de los ilustres invitados por Nerón.

Livio era un joven apuesto de palabras dulces, que enseguida puso el ojo en la cocinera de carnes prietas y carácter agrio. Sospechaba que esa acidez de espíritu era la causa de los males, que casi siempre provenían de la cocina. La cameló cantándole cármenes en las cálidas noches de aquel verano, acompañado de una cítara. Cosa que agradaba a Nerón, que embelesado por la voz (y la belleza) del esclavo, se confió demasiado y permitió que cortejase a Locusta en los jardines, solo para poder contemplar al muchacho desde sus ventanales. Conocidas son las aficiones del tiránico emperador.

Locusta cayó en la red, porque el amor es ciego y la pasión impaciente.  Quizás por eso, en el ardor arrastró al muchacho a su rincón secreto. Al fin y al cabo, nadie sospecharía de los kilos de semillas de manzana que allí guardaba en sacas. Nadie, que no escudriñara la estancia  con ojos de espía, se daría cuenta de que molía las semillas en un rudimentario molino de piedra, ni de que guardaba el polvo logrado en las vasijas de barro.

Se dejó llevar por la pasión y se entregó a amar en cuerpo y alma al efebo, sobre la mesa de moler. Amor ciego y pasión arrebatada hacen bajar la guardia, pero el espía no desaprovechó la ocasión. Locusta yacía exhausta, extasiada por el olor a manzana ácida de las pepitas pegadas a su piel sudada. Sin darse cuenta, estaba aspirando los restos esparcidos por la mesa del polvo mágico de sus salsas.  Livio no se entretuvo a contemplar la muerte de la cocinera, y se apresuró a salir del cuarto con una muestra del polvo de semillas.

Una vez más, las manzanas determinando la Historia.

    Cuentan que Locusta terminó muerta por sentencia, devorada por una fiera. Bien que se han cuidado de no desvelar la química mortal que anida en el corazón de las manzanas. Esas inocentes semillas, en la cantidad precisa, son una potente dosis de cianuro capaz de causar la muerte de cualquiera.


                                                           © Carmen Ferro.   



domingo, 15 de enero de 2023

DAMAS DEL CAMINO

 


Las Damas Meigas son parte esencial de la Mitología de Galicia. Hay tantas como leyendas existen sobre ellas. En tan pocas palabras, intentaré mostrar a dos Damas poco conocidas que, según la leyenda, habitan en el Camino de Santiago, cerca del río Miño. 


            A GATA BRANCA Y ANA MANANA


La Dama felina otea  majestuosa desde su atalaya de piedra. Por la senda sube un caminante. 

    Salta de alegría.

— ¡Estamos de suerte, Ana. Viene un hombre, joven y solo!

 Sabe que será la presa perfecta. Lleva siglos viendo llegar peregrinos al final de la cuesta, sedientos y cansados. Encuentran el paraíso en el manantial cristalino que brota de la roca,  bajo la sombra acogedora de un roble centenario.

El joven bebe y se sienta bajo el árbol. Saca del zurrón la comida sin fijarse en la gata,  hasta que escucha el meloso maullido a su lado.

Blanca ronronea, mansa en  la caricia. Su pelaje, suave y lustroso, encandila al peregrino.

—Bien debes cazar para estar así de grande, minina.

Tras el reposo, el hombre se  acerca a  la fuente y llena el calabacino de  agua fresca.

Si la gata hablase, le contaría la historia que guarda esa piedra. Ana Manana pecó de curiosa y abrió el paquete que  un joven viajero le confió  en custodia. Al regreso, descubrió la traición y la maldijo. La hermosa Dama lleva siglos ahí encerrada, derramando un manantial constante de lágrimas.

La consuela Gata Branca, ejecutando venganza por ella.

¿Quién se  fiaría de una gata que camina sobre las patas traseras apoyada en la cola como en un bastón?

Él no debió hacerlo. La minina se enredó en sus piernas, perdió el equilibrio y  rodó   barranco abajo hasta llegar al río.

 La garra felina marca otra muesca en el roble y el manantial desborda alegría.


                                                                                      © Carmen Ferro.   




jueves, 29 de diciembre de 2022

A CASA DA PALMIRA

 

        

Desde hace unos años, Editorial Elvira convoca y promociona un certamen de relatos que anima a participar a todos los que nos gusta esto de inventar historias. 

                ¡Y ya van nueve ediciones!

    Esta vez me he animado a participar con un relato escrito en gallego, aunque también se puede participar con relatos escritos en castellano.  Para mi es un premio que haya sido seleccionado para formar parte del libro Relatos na rúa 9.

        El libro está ilustrado por Diseñatas, el equipo de diseño gráfico de la Fundación  Igual Arte. 



 Al final de la entrada os dejo información de ellos. No dejéis de conocerlos.

                                

            Antes os presento el relato:

  A casa da Palmira es un homenaje a mi primera maestra, que me enseñó a leer y a escribir , a hacer cuentas en los Cuadernos Rubio y ¡A bailar La Yenka

         Os comparto la versión original en primer lugar y a continuación la versión en  castellano, para que todos podáis conocer a mi querida Catalina. 


                                    A CASA DA PALMIRA

    Caeron chuzos de punta cando estabamos rezando o rosario desta tarde.  Mimadriña que maneira de chover! Pareceu que abriran as portas do ceo e a igrexa viña enriba das catro vellas que bisbabamos co párroco: Santa María madre de Dios… Non me saían as palabras da gorxa.

 Pensei que chegara o día  do xuízo final e iamos morrer alí todas , de xeonllos tralo  cura.  Foiche cousa de pouco tempo, pero na miña vida me vin noutra igual: a sarabia repicaba no tellado coa furia do demo e os lóstregos alumeaban aos  santiños todos. Nosa Señora bendita, que mediño pasei! 

A perda non ía ser moita, cada vez somos menos os que imos a novena da Virxe  de Fátima. O mundo cambiou moito en pouco tempo. Antes, non chegaban os bancos para todos, pero agora estas cousas estanse votando a perder. Apenas quedan devotos coma os daquela, que viñan de tódolos  lados da bisbarra a rezar con nós e enchían o templo de almiñas.

Grazas a Deus, escampou e puidemos desafogarnos un chisco, falando á saída  no adro. Quen máis, quen menos, pasara tanto medo coma min, que aínda vou tremendo para á  casa. Sorte de que vivo preto e xa estou chegando, porque non vai tardar nadiña en caer outra boa.

 Xesús!, que traballiño me da abrir esta porta. Teño que chamar ao cerralleiro sen falta. Atráncase a fechadura, pero só me lembro de que hai que arranxala cando veño co apuro.

 Xa está! Desta foi!

A miña casiña cheira que arrecende. O cheiro a xabón da roupa recórdame a  tía Maruxa, á  irmá da miña avoa era de lavar todo coa pastilla de Lagarto . Pasou os seus últimos anos vivindo con nós, na parte de abaixo da casa. Cando finou, arranxamos isto para facer a aula, pero hai tempo que pechei a escola e puxen a lavadora no cuarto de aseo do baixo.

Traio os pés enchoupados. Non dan arranxado as fochancas do camiño, e pasou un tolo co coche e púxome pingando. Vou ter que falar co alcalde, a ver se os manda vir dunha vez. Un día destes vou chamar a radio para decirllo ao Abel… Como se chama o programa ese o que chaman os veciños para falar co alcalde, ó?... Agora non me lembro, pero xa me virá á cabeza.  Antes de nada, vou cambiar os zapatos, non vaia ser o demo que esvare e quede tirada no chan ata que alguén do barrio me bote en falta.

Señor, que lóstrego!, volve a tronada… Logo verei se están fechadas as ventás do faiado, pero primeiro teño que tirar derriba do corpo esta roupa. Unha pulmonía podería matarme y non me apetece morrer tan pronto.

Non chocheo, non. Falar soa éche cousa de familia. Son neta da Palmira e filla da Luisa, a avoa e mamá  rosmaban todo o día. Eu vivín sempre con elas, ata que morreron de vellas, e herdei a súa teima coma herdei esta casiña, que era todo canto tiñan.

Estouche ben orgullosa das miñas. Hai setenta e tres anos, non eran bos tempos para criar unha nena sen pai. Pero elas apañáronse como puideron para sacarme adiante, sen axuda de ninguén.

Subo as escaleiras do mesmo xeito ca elas: amarrada ao pasamáns, puxando deste corpo doente ata o primeiro andar. Ás veces,  sinto que andan por aquí, agochadas neste cuarto que era o de miña nai, dicíndolle fuxe,  fuxe! aos meus gatiños.

Mírome espida, no espello do roupeiro, e non me recoñezo: xa non queda nadiña da boa moza que fun. Non hai máis que vernos na foto esa que teño enriba da cómoda, o guapas que estabamos as tres aí, vestidas de festa no casamento dun parente que xa non lembro… Sonche cuspidiña a mamá.

Ningunha de nós casou: miña nai era filla de solteira e eu tamén. E nunca me arrepentín de non ter fillos, chegoume dabondo con ensinar aos rapaces doutros.

Mentres barallo estas cousas, abro o frasco de colonia Joya  que gardo ao lado do noso retrato coma unha reliquia, aínda me cheira a aqueles tempiños!

 Por iso nunca vou vender o único que me queda nesta vida.

A miña casiña éche moi aquelada: tralo  valo da entrada hai un pequeno xardín con roseiras, e  na parte de atrás, teño a horta onde boto catro cousas para o meu apaño. Pero o mellor está na planta de arriba: os dous dormitorios; un cuarto de aseo, moi xeitosiño con ventá; e a cociña unida á sala da galería que mamá mandou facer canda a reforma. Unha marabilla con vistas.

 Ela votaba as tardes no seu recuncho coa calceta, o mesmo sitio onde eu paso o tempo lendo. Dende aí, vexo un cachiño do mar que nos separa do Morrazo. Pero sei que as vistas vanme durar pouco: xa están obrando pola parte de abaixo, cara a  estación de Renfe.

 Un centro comercial con estación de tren y de autobús, todo moi moderno. Ao Alcalde non lle cabe un garabullo co proxecto do arquitecto Thom Mayne. E presume de que van a construir na zona un ascensor único no mundo, como todo o desta cidade.

Neste barrio apenas quedan en pé un par de casas coma esta.  Hai anos,  achegáronse por aquí uns homes co peto cheo de cartos, que ofreceron catro pesos e un piso novo pola casa da  Palmira. Pero miña nai era ben teimuda e non foron quen de convencela.

Os corvos non se esquecen deste curruncho: cada pouco, volven de visita. Din que o lugar non é axeitado para unha persoa maior, e ofrécenme dous pisos con vistas á Ría. Levan razón, mais eu son tan teimuda coma a miña nai e non preciso que me convenzan. Sei ben que os herdeiros han vender todo en canto a morte arrefríe o meu corpo. Iso a min tanto me ten, dígolle a eses homes cada vez que veñen a verme. 

Os que non veñen, nin de visita, son os meus parentes de Ourense. Xa choveu , dende que apareceu unha prima de alá pola porta da miña casa. Chegou á hora da sesta cunha bolsa de pexegos na man. Eu recoñecina ben, pero pregunteille quen era para amolala un pouco. A Elvirita da Tomasa veu porque tiña o home ingresado no Hospital de Fátima,  e durmiu aquí un par de noites. Sentóucheme de marabilla un pouco de leria con ela, é tan faladeira coma min.

Tiven tempo de poñela ao día. Seica non sabía que a miña avoa, de moza, estivo servindo na casa duns señoritos na rúa do Príncipe, que a botaron fora  cando empreñou (nunca dixo de quen). Contáronlle, que a Luisiña da Palmira criouse coa familia na aldea, porque súa nai foi gañar a vida a Barcelona e que, cando volveu, comprou casa en Vigo e trouxo a rapaza con ela.

 Iso é certo: a miña nai veu para acá de mociña. Tiña catorce anos cando empezou a traballar na fábrica de Alfageme, coa  tía Maruxa.

Non lle falei, porque isto non lle interesa a ninguén, do que lle custou a miña avoa xuntar os cartos para comprar unha vivenda; nin das que pasou miña nai, traballando coma unha burra na conserva , para pagar as letras do préstamo da reforma desta casa vella.

Son mestra polo esforzo das miñas, díxenlle á tal prima. Se tiven sorte de poder estudar naqueles tempos, sendo filla de solteira, foi grazas ás monxas dos Choróns (todo hai que dicilo), que nos axudaron no que podían. Despois, cumprín coa promesa que lle fixera á miña santiña, e votei moitas tardes aprendéndolle a ler e a escribir, a mulleres que  tiñan menos sorte ca min.

Non sei se xa o dixen: chámanme Catuxa e gústame falar. Miña nai contoume que  meu pai foi un desgraciado, o coitado matouno  unha chispa cando arranxaba unha caldeira, antes de saber  que  ela levaba dúas faltas e eu viña de camiño.


                                                      © Carmen Ferro.   

                           

                 LA CASA DE PALMIRA

 

                Llovía a mares cuando estábamos rezando el rosario de esta tarde. ¡Madre mía, qué manera de llover! Parecía que se abrieran las compuertas del cielo y la iglesia iba a caer de repente sobre las cuatro ancianas que rezábamos junto al párroco: Santa María madre de Dios... Las palabras no salían de mi garganta.
 Pensé que había llegado el día del juicio final y que íbamos a morir allí, rezando de rodillas.
 Duró poco tiempo, pero en mi vida me vi en otra igual. El granizo retumbaba en el tejado con la furia del demonio y los relámpagos iluminaban todos los santos de la iglesia.


         ¡Nuestra señora bendita, qué miedo he pasado!
La pérdida no iba a ser mucha, cada vez somos menos los que vamos a la novena de la Virgen de Fátima. El mundo ha cambiado mucho en poco tiempo; antes no llegaban los bancos para sentarse todos, pero ahora estas cosas se están perdiendo.  Apenas quedan devotos como los de entonces, que venían de todos los barrios de la ciudad a rezar con nosotros y llenaban el templo de almas.
    Gracias a Dios, escampó enseguida y pudimos desahogarnos del susto charlando en el atrio al salir de la iglesia. Quién más, quién menos, había pasado tanto miedo como yo, que todavía voy temblando para casa.
    Menos mal que vivo cerca y ya estoy llegando, porque no tardará nada en caer otra buena.


    ¡Jesús, qué trabajo me da abrir esta puerta! Tengo que llamar al cerrajero sin falta. La cerradura se atasca, pero solo me acuerdo de arreglarla cuando vengo con las prisas.
         ¡Ya está! ¡Por fin conseguí abrirla!


     Mi casa huele de maravilla. El olor a jabón de la ropa me recuerda a la tía Maruja, la hermana de mi abuela lavaba todo con la pastilla de Lagarto. Pasó sus últimos años viviendo con nosotros, en la planta baja de la casa. Cuando falleció, arreglamos esto para hacer aquí el aula, pero cerré la escuela hace tiempo y puse la lavadora en el aseo del bajo.
    

    Traigo los pies empapados. No arreglan los baches de la callejuela y pasó un loco con el coche y me puso pingando. Voy a tener que hablar con el alcalde, a ver si manda venir de una vez a los operarios. Un día de estos voy a llamar a la radio para contárselo a Abel..., ¿cómo se llama el programa ese al que va el alcalde a responder a los vecinos?... ¡Ay!, ahora no recuerdo el nombre, pero ya me vendrá a la cabeza.

Antes de nada, tengo que cambiar el calzado, no vaya a ser que resbale y me quede tirada en el suelo hasta que alguien me eche de menos en el barrio.
  

  ¡Señor, qué relámpago! Vuelve la tormenta. Tengo que ver si las ventanas del desván están cerradas, pero antes voy a quitarme esta ropa mojada de encima. Una pulmonía podría matarme y no me apetece morirme tan pronto.
    

   No chocheo. Esto de hablar sola es cosa de familia. Soy nieta de Palmira y la hija de Luisa. La abuela y mamá refunfuñaban todo el día y yo viví con ellas hasta que se murieron, de viejecitas. Heredé sus manías como heredé esta casa, que era todo cuanto tenían.

Estoy muy orgullosa de ellas. Hace setenta y tres años, no eran buenos tiempos para criar a una niña sin padre. Pero se las arreglaron como pudieron para sacarme adelante, sin la ayuda de nadie.
Hasta subo las escaleras como lo hacían ellas: agarrada a la barandilla, tirando de este cuerpo dolorido hasta el primer piso. A veces, siento que aún están por aquí, escondidas en este cuarto que era el de mi madre, diciéndole vete, vete a mis gatos.
   

     Me miro desnuda en el espejo del ropero y no me reconozco. Ya no queda nada de la buena moza que era. No hay más que ver la foto esa que tengo en la cómoda, lo guapas que estamos las tres vestidas de fiesta en la boda de un familiar, ya no recuerdo quién. Soy igualita a mamá...
Ninguna de nosotras se casó, mi madre era hija de soltera y yo también. Nunca me arrepentí de no tener hijos, me bastaba con enseñar a los niños de otros.

    Mientras rememoro estas cosas, abro el bote de colonia Joya que guardo al lado de nuestro retrato como una reliquia, todavía huele a aquellos tiempos.
 Por eso nunca venderé lo único que me queda en esta vida.
    

    Mi casa es muy apañada: tras la verja de la entrada hay un pequeño jardín con rosales, y en la parte trasera tengo el huerto donde cosecho cuatro cosas para mi sustento. Lo mejor está en el piso de arriba: los dos dormitorios, un cuarto de baño pequeño con ventana y la cocina unida a la sala de la galería, que mamá mandó hacer cuando reformó la casa. Una maravilla con vistas.
    Ella pasaba las tardes tejiendo en su rincón favorito, el mismo donde yo las paso leyendo. Desde ahí aún veo un poco del mar que nos separa del Morrazo. Pero las vistas me van a durar poco, ya están construyendo en la parte de abajo, hacia la estación de Renfe.
     Un centro comercial con estación de tren y de autobuses, todo muy moderno. Al alcalde no le cabe el orgullo en el cuerpo con el proyecto del arquitecto Thom Mayne. Y presume del ascensor que construirán en la zona, único en el mundo, como todo en esta ciudad.

    En este barrio apenas quedan en pie un par de casas como esta. Hace años, pasaron por aquí unos señores con los bolsillos llenos de dinero ofreciendo cuatro duros y un piso nuevo por la casa de Palmira. Pero mi madre era muy terca y no pudieron convencerla.
   

 Los cuervos no se olvidan de este rinconcito y de vez en cuando vuelven de visita. Dicen que el sitio no es adecuado para una persona mayor, y ahora me ofrecen dos pisos con vistas. Tienen razón. Pero yo soy tan terca como mi madre y no van a convencerme.  Sé bien que los herederos venderán todo tan pronto como la muerte enfríe mi cuerpo. A mí eso me da igual, les digo a esos hombres cada vez que vienen a verme. 
    

    Los que no vienen, ni de visita, son mis parientes de Orense. Ya llovió, desde que apareció una prima del pueblo en la puerta de mi casa. Llegó a la hora de la siesta, con una bolsa de melocotones de su huerto en la mano. La reconocí bien, pero le pregunté quién era solo para fastidiarla. Elvirita de Tomasa vino porque su marido estaba ingresado en el Hospital de Fátima y durmió aquí un par de noches.
 

Me lo pasé genial charlando con ella, es tan habladora como yo.
    Tuve tiempo de ponerla al día. No sabía que  mi abuela, de joven, había estado de sirvienta en casa de unos señores de la calle del Príncipe, que la echaron cuando se quedó embarazada (nunca dijo de quién). Sabía que Luisita de Palmira se crió con la familia en el pueblo, porque su madre se había marchado a Barcelona para ganarse la vida y que, cuando regresó, compró una casa en Vigo y se llevó a la niña a vivir con ella.
 

    Es cierto, mi madre vino a vivir aquí con su madre cuando era una mocita. Tenía catorce años cuando empezó a trabajar en la fábrica de conservas Alfageme, con la tía Maruja.
No le hablé, porque esto no le importa a nadie, de lo que le costó a mi abuela reunir el dinero para comprar una vivienda. Ni de las que pasó mi madre, trabajando como una burra en la conservera, para pagar las letras del préstamo para reformar esta casa vieja.
    

    Soy maestra por el esfuerzo de las mías, le dije a la tal prima. Si tuve la suerte de poder estudiar en aquellos tiempos, siendo hija de una mujer soltera, fue gracias a las monjas del colegio de los Llorones (todo hay que decirlo), que nos ayudaron en lo que podían.
 Después cumplí la promesa que le había hecho a mi santa, y pasé muchas tardes enseñando a leer y a escribir a mujeres que tenían menos suerte que yo.

    No sé si ya lo he dicho: me llamo Catalina y me gusta                 hablar.
Mi madre me contó que mi padre fue un hombre muy desafortunado, el pobre murió electrocutado cuando arreglaba una caldera, antes de que ella pudiese contarle que ya tenía dos faltas y yo estaba en camino.
 

                                                © Carmen Ferro.   

                




       


                 Para los que queréis conocer el certamen

                    https://editorialelvira.com/category/vigohistorico/


                Y conocer el libro, solidario con la Fundación Igual Arte

                     https://editorialelvira.com/product/relatos-na-rua-9/


                         Y sobre todo  

          Os animo a conocer el trabajo de Igual Arte. Artistas en el amplio sentido de la palabra. 

                             https://fundacionigualarte.com/

            Un ejemplo de su talento creativo es la letra de la canción      Piel con piel de Antonio Orozco 

    compuesta por Eva García, miembro del grupo Chungo Pastel, de Igual Arte


            Aquí podéis ver el vídeo. No os perdáis esta maravilla 

                        https://www.youtube.com/watch?v=IiMndzKJei0


            

             

                              




miércoles, 7 de diciembre de 2022

LAS ENTRAÑAS DEL FARO




  

   

        El día en el que mi abuelo Julio cumplió setenta y cinco años, mi madre dijo que a su padre se le estaba yendo la cabeza. Yo solo tenía quince, y me costaba entender a mi familia, pero sabía que lo que contaba aquella tarde pasó de verdad.

    Todo empezó con la fiesta sorpresa que organizaron sus hijos para celebrarlo. Eligieron un hotel precioso. Un faro, cerca de las ruinas del cuartel donde hizo el servicio militar, con impresionantes vistas al océano Atlántico. Pero lo asombroso de ese lugar no se ve. El sitio, donde el abuelo estuvo sirviendo al país como ingeniero electrónico, es increíble.

A la fiesta vino su amigo Sixto, que también trabajó con el equipo científico. Entre los dos recordaron anécdotas de película.

    Después de comer, los demás prefirieron quedarse en la piscina. Yo les acompañé porque iban a enseñarme el cuartel, aunque sabía que contarían batallitas (ya sabéis de qué os hablo), por eso nadie quiso acompañarnos. Soy demasiado curioso y nunca pierdo la oportunidad de escuchar cualquier historia, sea verdad o no.

    Salí ganando. Pasaron de visitar las ruinas y fuimos directos a uno de los puestos de vigilancia camuflados en la ladera del monte. Ni hablaron de lo que se vigilaba desde allí entonces, como niños ilusionados buscaron la puerta oculta por la maleza. El señor Sixto iba preparado, llevaba en la mochila el machete, dos linternas y dos cascos. El abuelo ya llevaba el suyo puesto al salir del hotel, regalo de mis padres. Quizás sospechaban lo que iba a pasar.

     Entrar en aquel túnel fue alucinante.  La luz de las linternas proyectaba nuestras sombras en las paredes de piedra. Los imaginaba allí de jóvenes, moviéndose como topos, pero el abuelo me dijo que había luz eléctrica. Todavía recordaba cómo se abría una puerta secreta, disimulada en la pared como una piedra más. Descubrí para qué sirve la brújula tatuada en su brazo. Marcó las coordenadas y la losa se deslizó, como tragada por la pared, y se encendió la lámpara del techo.  Ante mis ojos apareció una galería enorme.

— ¡El laboratorio secreto!—, grité entusiasmado.

—No, Xavi. Esta era la factoría de androides, el laboratorio lo han destruido.

— ¡No me vaciles, abuelo!

No le creería, pero Sixto insistió en que era cierto, y de él nadie decía que se le iba la pinza.

Iban en serio, se les quebraba la voz al decir que los que de verdad mandaban allí eran los ingenieros alemanes. Ellos lo manejaban todo, se lamentaban.

—Apenas dejaron nada cuando cerraron las instalaciones. Es una lástima, sé que te encantaría verlo.

— ¡Sería una pasada!

— Imagina esta sala como una cadena de montaje — me explicaba Sixto—. En esos estantes había cajas con los diferentes elementos del cuerpo y en las mesas montaban las piezas metálicas en las hormas, como puzles. Luego verás la zona donde construían las cabezas, aquello sí que era tecnología avanzada.

    Estaba espeluznado imaginando la fabricación de los androides, cuando el abuelo me sujetó los hombros antes de abrir la sala anexa. Hizo bien. Allí la lámpara no funcionaba y me hubiese caído de espaldas al ver aquellos cráneos iluminados por las linternas.

—Elaborar las cabezas era tarea exclusiva de sus informáticos—continuó mi abuelo—. Los alemanes no compartían el proceso con nadie y solo podía entrar  aquí Mauricio, el biólogo.  El único de los nuestros que pudo ver los cadáveres congelados, de un hombre y una mujer, que guardaban en la cámara excavada en la roca. De aquellos cerebros  extraían las células para replicar en el laboratorio, antes de insertarlas como materia orgánica en los cerebros artificiales. Increíble ¿verdad?

    De pronto, se abrió otra pared. No sé cómo porque estaba al borde del desmayo. Menos mal que había luz…

—Aquí, ensamblaban todos los elementos del cuerpo en moldes de acero y los cableaban con circuitos electrónicos, antes de  rellenarlos  con viscolátex en una máquina que estaba en aquella esquina—el abuelo no paraba de hablar—. Una vez desmoldas, recubrían las figuras con piel sintética, producida a partir de un alga gelatinosa que abunda en esta costa. En eso, era especialista nuestro amigo Mauricio. Lograba crear piel y cabello idénticos a los humanos. Un maestro. Tenías que ver lo bien que clonaba los ojos de gato.

—Siéntate, si quieres— me dijo Sixto.

    Reconozco que ya era cobarde. No me atreví a preguntar: ¿Y vosotros, qué hacías aquí?

—El acabado era impecable—continuó—, pero debían conseguir que los androides parecieran auténticas personas. Neurosiquiatras y sociólogos los instruían en el comportamiento humano, y les enseñaban a mostrar las emociones que jamás podrían sentir. Una vez optimizados, desfilaban por los túneles acompañados de sus instructores, hacia la salida que comunica estas instalaciones con el mar.

—Ahí teníamos prohibido pasar, el mantenimiento de ese túnel también era cosa suya —añadió mi abuelo—. Cuentan que va sumergido en el mar hasta las islas Cíes, donde cargaban en submarinos todo lo que se producía en esta factoría. ¿Qué hacían con ellos?... Nunca lo supimos.

    Cuando salimos a la superficie mi cabeza flotaba en historias inverosímiles. Sentir la brisa del mar fue el alivio que me devolvió a la realidad del atardecer, púrpura encendido sobre el horizonte del océano.

Quizás era demasiado ingenuo, pero sabía  que  ya nunca podría ver aquel paisaje con la complacencia de los que ignoran los secretos de sus entrañas.

                                                                        © Carmen Ferro.   



Este relato participa Fuera de Concurso en El Tintero de Oro









sábado, 12 de noviembre de 2022

EL OPERARIO DEL TURNO DE NOCHE

 

 

  



El lunes llegó tarde y vino en taxi. Se disculpó, me dijo que había ido al pueblo, a ver a sus suegros, y el tren llegó con retraso.

Le vi tan abatido que no me atreví a preguntarle si ya sabía algo de su mujer. No era la primera vez que tras una bronca metía cuatro cosas en una bolsa, apagaba el móvil y se iba unos días. Luego, regresaba como si no hubiese pasado nada.

En esta ocasión, ya han pasado diez días y el móvil sigue apagado.

La policía insiste.  Ayer vinieron a revisar la taquilla de López y otra vez hicieron preguntas. Les repetí lo sucedido el lunes y les comenté que el hombre es muy reservado. Lo poco que hablamos es en los cambios de turno y él trabaja de noche.

 Esta mañana, llegué media hora antes y le invité a un café. Quizás necesitaba hablar, porque me contó que discutían a menudo. Le aconsejé que se tomase un descanso y me dio la razón.

—Un tiempo de reflexión me vendrá bien—me dijo.

Eran las once cuando se atascó la cinta que lleva la basura al incinerador y avisé al técnico.

— ¡¿Quién cojones tiró esto aquí?!

Bajé a ver qué pasaba. Inmediatamente llamé a la policía, se me había olvidado decirles que el lunes López llegó arrastrando una maleta grande. Los restos que atascaron los rodillos eran del mismo color. Me conmocionó la mano aplastada. ¡Qué horror! Ni se molestó en quitarle la alianza.


                                                                                                     © Carmen Ferro.   


            

martes, 11 de octubre de 2022

LA LECTORA DE SUEÑOS






        Aceptar una oferta de trabajo como persona de compañía de un anciano amargado no era el mejor plan de mi vida. Desde el principio supe que no sería una tarea agradable.

—El señor es de carácter difícil —me advirtió su sobrino—. Un hombre triste que nunca superó la muerte de su esposa. Por eso usted debe ser paciente y saber entender sus arrebatos de mal humor. Por lo demás, comprobará que es un hombre educado y culto que adora los libros y la música. Mentiría si le digo que mi tío es encantador, sé que no se deja querer con facilidad. Pero confío en que encontrará la manera de entenderse con él. Yo solo me ocupo de buscar la persona adecuada, es él quien ha tomado la decisión y le pide que comience cuanto antes. Como ya sabe, su visión es muy deficiente. Por eso le ha dado tanta importancia a la voz de las candidatas, y la suya le ha fascinado. De hecho, insiste en que el salario no sea un impedimento, ya que está dispuesto a ser generoso. A cambio, usted deberá venir todas las tardes a su casa, excepto los domingos y los festivos, y su cometido será acompañarle de manera activa.

Y aquí estoy, ni por mi conciencia social sobre la soledad en la vejez, ni por la ambición de un salario que dobla a cualquiera de los que he ganado hasta ahora. Lo que realmente me motiva, para enfrentarme a este  reto, es la idea de poder estar todas las tardes en esta asombrosa biblioteca repleta de libros antiguos.

Tengo veinticinco años, y vivo con mis padres en un pueblo marinero a trece kilómetros de este palacio. Terminé mis estudios de enfermería hace un par de años, pero, sin duda, me atrae más el arte. Y sobre todas las cosas, adoro la poesía.

Desde la primera tarde, comprobé que el sobrino del señor marqués no había exagerado. El hombre vive entre la soledad de sus posesiones y es tan gris como su pelo. Se llama Marcial. Concretamente, debo llamarle Don Marcial. Y sí, es bastante huraño. Tardó casi un mes en sonreírme, aunque siempre se mostró amable conmigo. Sabía que no iba a tener muchas oportunidades de encontrar a otra joven que aceptase este empleo con alegría y buen humor. 

En esta casa todo huele a pasado. Los espesos cortinajes de las ventanas impiden que pase la luz exterior, y los retratos que cuelgan en las paredes del palacete parecen fantasmas que  me vigilan sin descanso.  Según mi jefe, sus antepasados son los únicos familiares que le caen bien.

 Todo lo demás no me disgusta. Cada tarde, al regresar del pequeño paseo por los jardines de la plaza, nos acomodamos en la sala repleta de libros y leo en voz alta para Don Marcial. A pesar de su limitada visión, sabe dónde se ubica cada uno de ellos, y en su escritorio siempre hay un poemario,  del que le debo recitar un poema cada día.

El noble señor me inspira ternura. Verso a verso, noto como su mirada recupera el brillo. La poesía es un bálsamo sanador. Se la recito con pasión, con calma, con el alma abierta de par en par. Se emociona, y por esa rendija le inyecto la motivación vital.

Según su sobrino, su ánimo ha mejorado. Se enoja menos y se le están olvidando algunas de sus manías.

Es cierto, el hombre se recupera del ostracismo. Su piel está menos pálida y alguna vez se ríe a carcajadas, cuando añado a la lectura la historia de un par de brujas pícaras que invento sobre la marcha. Entonces en sus ojos brilla la ilusión de un niño.

 Sé que me estoy ganando su confianza, por eso ayer le conté que escribo poesía.

Hoy es su cumpleaños. Traigo una tarta y  mi cuaderno de poemas para darle una sorpresa. Siento pudor por intentar competir con sus libros.

En el salón, espera el pianista que contrató su sobrino para amenizar esta tarde especial. Alguien abrió las cortinas y el paisaje otoñal asoma su luz por las ventanas, llenando la tarde de nostalgia. La atmósfera que envuelve esta casa insulsa, cuando suena la música en el viejo piano, me seduce. Me siento al lado del hombre emocionado y estrecho sus manos entre las mías. Mirándole a los ojos le recito:

 Teje la melancolía

cortinas del pasado

 con hilos de lana vieja.

La luz desteje  la trama

 del alma deshilada

                                         en el telar de la vida.

  Vestida de hojas secas

llega esta tarde

nueva, para ser tuya

fresca, para ser mía

libre, para ser nuestra.

 

Soplo la vela azul que adorna el pastel que celebra la vida y le beso en la frente.

Una emoción nueva me recorre el alma. Beso sus lágrimas y deseo que este momento se quede anclado para siempre. Por unos instantes, se desvanece el abismo que nos separa. Sus manos temblorosas asen las mías, temerosas de romper el hechizo. Le ofrezco el beso, y los labios se abren como rosas deshojándose en la proximidad de los cuerpos.

El pianista sigue el concierto, ajeno a nuestro maravilloso y breve encuentro con el deseo. Leo los sueños de Marcial y me  estremezco al sentir la verdad. Me sorprende este sentimiento tan alejado de la debilidad y la compasión. Mientras, los dedos escriben versos en la piel.

 

                                                                                   © Carmen Ferro.   

 


LAS SEMILLAS DEL MAL

  Un cartel al lado de la puerta lo decía bien claro: HERBARIUS  LOCUSTA           REMEDIUM  OMNIBUS MALIS      Y no mentía el anuncio...