Comienza la nueva temporada del Tintero de Oro con un reto de cine: un microrrelato con título de película.
El
atardecer en Orán tiene un color especial. La bahía se iluminaba de sol en
retirada cuando pisé África por primera vez.
Dos días después me despedí con desgana de aquella ciudad, mágica, desperezándose
bajo la luz oriental que la pinta de tonalidades africanas.
Recorrimos
el borde del continente en autobús,
hacia Tipasa. Llegamos cuando anochecía sobre un espejo de luces. Al día siguiente, abrí la ventana del cuarto
de un hotel encallado en el tiempo, y contemplé su mar. Entonces comprendí el verdadero
significado de la palabra turquesa.
Paseamos
por las calles que transitó Camus. Éramos dos extranjeros, agarrados de la
mano, en un mundo de mezclas de pasado y presente. Deslumbrante.
Entre las ruinas de una ciudad que se desmorona hacia el mar, quisimos casarnos una tarde, sin más ceremonia que el juramento de amor eterno escrito en las miradas, y aquellas piedras históricas como únicos testigos.
Celebramos la pasión en un lugar poco recomendable de Argel, la ciudad que una vez fue tan francesa como mis padres. De aquella supuesta gloria aún quedan algunas herencias. Y la librería donde mi padre compraba historias, ahora de nombre árabe, como su dueño.
La
fascinación nos esperaba en Constantina. Majestuosa en su paisaje de piedra, con su gloria pasada esperando vernos cruzar sus
puentes.
Todo eso
pasó antes de perderme en una ciudad desenterrada del manto protector de la
arena: Timgad. Ahí me quedé varada.
Despierto sudorosa. Grito tu nombre.
—Estoy aquí, amor—me calmas.
Apesta
a suero medicinal.
© Carmen Ferro.