Que Álvaro
no era un inepto para escribir lo sabían todos. Pero los premios, los halagos y la admiración
recaían siempre en la pequeña de la
familia Gil de Soto Mayor.
No
comprendía esa diferencia en los reconocimientos. Los dos firmaban con el mismo
apellido y compartían la fascinante biblioteca familiar, repleta de ejemplares recopilados
durante siglos por su familia de abolengo reconocido, y al muchacho se le
reblandecían los sesos buscando cómo superar a su hermana, aunque solo fuese
una vez.
«Se
pasa horas ahí metida, dándole vueltas a los libros amarillentos de las
estanterías, y sabe que muchas de esas historias son desconocidas. Esa listilla
copia los textos, los maquilla y los viste bonito, les cambia el título, los
firma con su nombre y engaña a todos. Menos a mí, claro. La muy rata plagia», sentenció.
Aunque
nunca había visto a su hermana copiar, decidió imitarla. Recurrió a los tomos más
inaccesibles, convencido de que allí ella no habría alcanzado ningún libro.
Durante días, se dedicó a hojear, leer en diagonal, anotar frases que le
llamaron la atención y copiar párrafos enteros.
Cuando
creyó que tenía lo esencial, recompuso la historia y la contó con sus propias
palabras. Revisó el texto al milímetro, corrigiendo la ortografía hasta la
pulcritud. Satisfecho con el resultado,
lo imprimió, convencido de que esa vez el premio del concurso no sería para
Lucía.
Entonces,
se fijó en el tintero dorado que relucía sobre el escritorio de su padre, el último premio
conseguido por la niña de papá. Lo tomó en sus manos y leyó la frase
grabada bajo el nombre de la premiada
rata familiar:
«Pídeme
un deseo y lo verás por escrito».
— Menuda
cursilería— se dijo— ¿Tengo que frotarle el lomo a la lamparita mágica de las
letras de la niña para ganar el concurso? De acuerdo, firmaré esta historia con
la tinta de esta reliquia ridícula y a cambio me concederás el privilegio de dejar
al jurado sin palabras.
Ciego
de orgullo, no leyó la advertencia en el envés del frasco «todo tiene un precio» y firmó
con su apellido de abolengo, antes de guardar los folios en su escritorio bajo
llave.
Ay, la
vanidad. Tan seguro estaba de su obra esa vez, que la envió al concurso sin
repasar ni una coma más.
En
ninguna de las ediciones del certamen, les habían enviado nada igual. Los diez
folios en blanco, firmados a pluma por Álvaro Gil de Soto Mayor, sorprendieron
a todos.
Su
nombre era lo único que había
sobrevivido a la ausencia de las palabras del texto, que se habían esfumado del
papel de buena calidad. Bajo la firma,
una frase, escrita en letras doradas, sentenciaba:
«La envidia es muy mala consejera»
© Carmen Ferro.