sábado, 9 de septiembre de 2023

LA MALA CONSEJERA

 



Que Álvaro no era un inepto para escribir lo sabían todos. Pero  los premios, los halagos y la admiración recaían siempre en  la pequeña de la familia Gil de Soto Mayor.

No comprendía esa diferencia en los reconocimientos. Los dos firmaban con el mismo apellido y compartían la fascinante biblioteca familiar, repleta de ejemplares recopilados durante siglos por su familia de abolengo reconocido, y al muchacho se le reblandecían los sesos buscando cómo superar a su hermana, aunque solo fuese una vez.

«Se pasa horas ahí metida, dándole vueltas a los libros amarillentos de las estanterías, y sabe que muchas de esas historias son desconocidas. Esa listilla copia los textos, los maquilla y los viste bonito, les cambia el título, los firma con su nombre y engaña a todos. Menos a mí, claro. La muy rata plagia», sentenció.

Aunque nunca había visto a su hermana copiar, decidió imitarla. Recurrió a los tomos más inaccesibles, convencido de que allí ella no habría alcanzado ningún libro. Durante días, se dedicó a hojear, leer en diagonal, anotar frases que le llamaron la atención y copiar párrafos enteros.

Cuando creyó que tenía lo esencial, recompuso la historia y la contó con sus propias palabras. Revisó el texto al milímetro, corrigiendo la ortografía hasta la pulcritud.  Satisfecho con el resultado, lo imprimió, convencido de que esa vez el premio del concurso no sería para Lucía.

Entonces, se fijó en el tintero dorado que relucía sobre el  escritorio de su padre, el último premio conseguido por la niña de papá. Lo tomó en sus manos y leyó la frase grabada  bajo el nombre de la premiada rata familiar:

«Pídeme un deseo y lo verás por escrito».

— Menuda cursilería— se dijo— ¿Tengo que frotarle el lomo a la lamparita mágica de las letras de la niña para ganar el concurso? De acuerdo, firmaré esta historia con la tinta de esta reliquia ridícula y a cambio me concederás el privilegio de dejar al jurado sin palabras.

Ciego de orgullo, no leyó la advertencia en el envés del frasco «todo tiene un precio» y  firmó con su apellido de abolengo, antes de guardar los folios en su escritorio bajo llave. 

Ay, la vanidad. Tan seguro estaba de su obra esa vez, que la envió al concurso sin repasar ni una coma más. 

En ninguna de las ediciones del certamen, les habían enviado nada igual. Los diez folios en blanco, firmados a pluma por Álvaro Gil de Soto Mayor, sorprendieron a todos.

Su nombre era lo único  que había sobrevivido a la ausencia de las palabras del texto, que se habían esfumado del papel de buena calidad.  Bajo la firma, una frase, escrita en letras doradas, sentenciaba:

               «La envidia es muy mala consejera» 

                        

                                                                          © Carmen Ferro.                                                                            

 

LA DAMA AURIENSE

      Cuentan  los que saben de estos cuentos, que a la misteriosa dama se le puede ver cabalgando, a lomos de un hermoso corcel blanc...