Odiaba el mal olor del hospital, pero entrar en aquella habitación y percibir a mi madre por encima de todas las cosas, me devolvió la calma.
Solté la mano de papá y me acerqué a darle
el ramo de rosas. Mamá ya olía distinta, sin embargo, en su abrazo estaba la
ternura de siempre y sus besos seguían sabiendo a gloria.
Estrechó
mis manos en la caricia y las guio hacia el bulto que tenía en el regazo.
—Esta es tu
hermanita Elisa. Vamos a conocerla con mucho cuidado, mi cielo, es una niña muy
pequeña y necesita que seas delicado con ella.
Y
con la yema de mis dedos la dibujamos despacio.
—Aquí tiene la boca—me decía— y este botoncito
es su nariz. Los ojos ahora están cerrados, ¡es una dormilona!
Mamá
la mostraba con una dulzura infinita, paseando la mano por la maravillosa piel
recién nacida de mi hermana. ¡Qué olor tan delicioso! Aún recuerdo la emoción al
sentir sus diminutas manos en las mías y el tacto de la cabecita, suave como el
pelo de nuestro gato.
Yo
sonreía feliz. Ella, de pronto, lloró. Su llanto me recordó el maullido de Ron,
pero mi niña era una fruta dulce, con la piel calentita y tierna como el pecho
de mamá.
Entonces
solo tenía seis años y desconocía muchísimas cosas, que también aprendí paseando
los dedos despacio. Esa vez acerté de pleno:
— ¡Elisa es un melocotón!