Un día
pasó:
—¡Niñas,
por favor!, que se desmaye una compañera tampoco es para armar tanto jaleo. A
ver, Celia, habrás desayunado, ¿no?... ¡Tú, avisa a la enfermera! Y vosotras: ¡bajaros de ahí, parecéis tontas!
El
ratoncito estaba más asustado que aquellas histéricas subidas en el asiento de
los pupitres. Olivia podía verlo
escondido detrás de la papelera. Era la única de la clase que sentía compasión
del inocente roedor, aunque ella gritara tanto como las demás.
Cuando
abrieron la puerta, el pobrecito salió disparado hacia el pasillo. ¿Qué sería
de él?
Nadie es
perfecto, ni tan siquiera Celia. La más lista de clase, la más guapa, la
egoísta niña rica que jamás ayudaba a nadie a resolver un problema, además
presumía de una extraña dolencia.
—¡Ay,
niñas!, resulta que padezco musofobia, los médicos dicen que es una enfermedad
rarísima. ¡Es terrible, os lo aseguro!
Engatusó
a todas con aquella palabreja, pero ninguna se atrevió a preguntarle nada sobre ella. Olivia, que algo sabía de fobias pero poco de vocabulario, aprovechó
el recreo para consultar en la enciclopedia.
—Mu-so-fo-bia. ¡Aquí está! Pobre niña rica, se va a enterar de lo que es capaz su pobre compañera becada.
Conseguir
que un ratoncito entrase en la mochila no fue difícil, en el desván de su casa eran de la familia. La dejó abierta toda la noche, con un par de galletas dentro.
Uno la acompañó al colegio aquel día,
veintiocho
de diciembre, de un año cualquiera.
© Carmen Ferro.
https://www.safecreative.org/work/2106208138977-inocentes