Los
odiaba. Odiaba ser la mayor de aquella cuadrilla de hermanos y primos.
Eran
insoportables cuando tenía que quedar a cargo de ellos.
—Ya
sabéis niños, hacerle caso a Adela en todo lo que os diga.
Sí,
sí… Qué bien suena la frasecita ¿verdad? Y se iban tan tranquilos mientras yo sufriría hasta su regreso.
A
los doce años ya era una niña responsable. Toda una mujercita, decían mis
padres, y confiaban en mí. Pero confiar en mi aparente paciencia tan a menudo
fue un fallo garrafal. Con los niños la
perdía pronto, y más en esa etapa de
la vida. A veces me poseía una fuerza tan
incontrolable como aquellos energúmenos enanos.
Eran
cuatro: mi hermana Clara de siete años, y tres primos; para colmo dos gemelos
de cinco, Carlitos y Alex, y Arturo que tenía nueve y era un bicho de mucho cuidado.
Someterlos me costaba sangre y sudor. Y a
ellos lágrimas. Los gemelos mordían como hienas y mi hermana les imitaba tan bien,
que casi me arranca un dedo en una de sus rabietas.
Encima,
los muy cabritos, cuando los papás regresaban les daban las quejas.
—¡Es
una mandona, no queremos quedar más con ella!
Nadie
valoraba mi esfuerzo.
—Cuéntales
historias —recomendaba mi madre—. Cuentos de esos tan bonitos que te inventas.
— ¡Mamá!, te digo que no me respetan. En cuanto quedamos solos se transforman en los terribles Gremlins. ¡Papá, díselo tú, que sabes cómo son los hijos de tu hermana! La próxima vez no respondo de mis actos. ¡Estáis avisados!
Y esa vez, por desgracia, llegó enseguida. Había muerto la Bisa, no podía negarme a cuidarlos mientras los adultos iban a despedirla. Me hubiese gustado ir. Era una viejecita adorable, que me contaba historias increíbles de hechiceras, hasta que perdió la memoria.
También
era un poco meiga, buena y piadosa. Una mujer fuerte, querida y respetada en el
pueblo, por su generosidad en los tiempos del hambre. Curaba el
mal de ojo, y en su casa siempre había un trozo de pan para el necesitado. Yo creo que curaba el
dolor de la miseria. Pero nadie es perfecto, ella tampoco. Tenía terror a las
tormentas y ese miedo aún lo llevo metido en las venas.
En
cuanto aparecían las primeras señales, nos metía en la cocina, encendía una
vela a San Antonio y quemaba ramitas del olivo bendecido el Domingo de Ramos. Después
rezábamos a Santa Bárbara.
La
tarde de su entierro el cielo se cubrió de nubes oscuras, y yo lloraba porque
no pude ir a despedirla. Ya era mayor, me gustaría rezar en su funeral, como
una mujercita.
Sumida
en la tristeza, no me di cuenta de que los niños habían destrozado el ramo de
flores que puse en la cómoda de su cuarto, al lado del marco con la
única foto que se hizo cuando era joven y guapa.
Entré
en cólera. Lloré con desconsuelo, de impotencia y rabia.
Iba
a vengarme de aquellos gusanos del infierno.
—Voy
a contaros un cuento — les propuse—. Uno que me contaba la Bisa cuando yo era pequeña.
Sí,
les contaría un cuento que no olvidarían en su vida.
—A
mí no me apetece un cuento —replicó Arturo— prefiero jugar al escondite en el
desván.
No
hice ni caso.
Entonces
comenzaron a volar los cojines y las almohadas. Me alteró el poco respeto por las cosas de la difunta.
—Ah no, no… a mí no me la vais a liar hoy. ¡Tú!,
ven para acá, y Clara a la silla de la esquina. Carlos y Alex aquí, sentados en el suelo.
—No
te pongas tan chula que te la armamos, ya lo sabes—contestó el
impertinente mayor del reino.
Besé el cuadro y le pedí perdón. Juro que la imagen de papel sepia sonrió y me
giñó un ojo. Una energía poderosa se adueñó de mí. Deseé la tormenta, y busqué
en los cajones una vela y su librito de rezos.
Alcé la foto y se la mostré a aquellos monstruos descontrolados:
—
¡Mirad a la Bisa! Era capaz de invocar a los truenos, y os aseguro que yo también puedo armar una buena.
El
primer rayo alumbró todo el cuarto antes del estrepitoso estruendo.
Los
gemelos se rieron nerviosos. Mi hermana se quedó paralizada. Me conocía bien y
sabía que esa vez iba en serio. Tampoco le gustaban las tormentas. Arturo me
llamó chulita.
Yo
no era ni tan buena ni tan piadosa como la abuela de mi padre. Sentía un rencor
inmenso por lo que acaban de hacer con las flores y la cama de mi dulce
viejecita.
Encendí la vela y, sin miramientos, comencé a leer el conjuro con voz de bruja:
«Mouchos, coruxas, sapos e bruxas…»
El
potente trueno retumbó en el cuarto hasta mover los muebles.
«Demos, trasgos e diaños…»
No
recé, ni quemé olivo.
«Corvos, pintigas e meigas,
feitizos das
menciñeiras…»
—
¡Calla, por favor! Vamos a portarnos bien—suplicaba mi hermana.
Me
aseguré que no tendría que preocuparme más por su respeto:
«Cheiro dos mortos, tronos e raios…»
Alex se encaramó a mis piernas pidiendo perdón. Carlitos temblaba arrodillado en el
suelo. Y Arturo, el valiente, tenía el pantalón mojado en la entrepierna.
Esa
vez ni una queja a los papás.
Y colorín colorado…