lunes, 5 de abril de 2021

VACÍOS

 

 

 


 

 

 

Había encontrado mi casa ideal: un piso moderno, amplio, lleno de luz, bien decorado y una bonita terraza con vistas a la montaña.

El vendedor puso en valor cualquier detalle: los muebles de diseño, dos pinturas originales…  ¡La chimenea de leña!  Lo único que sobraban eran las cortinas, telones inútiles de un paisaje espectacular.  Todo lo demás me encantaba.

        La primera noche dormí en el sofá, delante de la enorme pantalla del televisor ultramoderno. Me despertó el sol radiante de un día despejado  y frío en la primera semana de febrero.

            Comenzaban los tiempos felices en mi nuevo hogar.

        La noche ochenta y siete la recuerdo como si fuese ayer. Era dos de mayo, y soñaba con Candela cuando el suave roce del tejido de su blusa dejó de ser agradable. Desperté bruscamente. Las cortinas agitaban su furia contra mi cara, me levanté asustado y el vendaval que atravesaba los cristales cesó de repente. «Una pesadilla», pensé. Volví a la cama, pero ya no pude dormir.

 Al día siguiente tiré todas las cortinas a la basura. Debí hacerlo antes.

      Lo que cuento ahora, pasó de madrugada, pero no recuerdo cuando: el ruido del jarrón estampándose contra el suelo fue brutal. No tenía gato al que culpar, por eso me extrañó  ver las rosas secas pisoteadas  en el suelo del cuarto.

          Pequeñas anécdotas que intentaba olvidar, hasta la siguiente.

                    ¡Crag!  

    Un mal despertar  sacudió al oso que hibernaba en mí.  Aquel domingo estalló el vaso de agua en la mesita de noche y los cristales alcanzaron mi almohada.

No encontré explicación.

         Jamás creí en los fantasmas, hacía mucho que no me emborrachaba y nunca me drogaba. ¡Vi el reflejo de una sombra veloz en el espejo, lo prometo!

       Encendí la luz y escuché atento. Ni un ruido. Recorrí los rincones donde podría esconderse un intruso. Me convencí: «No hay nadie».

Volví a la cama, pero apenas pude dormir. Desperté temprano con un dolor de cabeza insoportable. El café antes de la ducha no fue suficiente y bajé a desayunar al bar con un amigo. Eran las once de un domingo  grisáceo, lluvioso a ratos. Nunca le hablé de mis anécdotas a nadie.

     Regresé al deporte. Quemar  adrenalina  por  caminos de cabras me liberó la tensión, pero no la sensación de estar espiado en mi casa. Dejé de dormir en mi cuarto y comencé a salir los sábados por la noche. Regresaba a las tantas. Sobrio, inquieto y suspicaz.  Dormía siempre en el sofá y cerraba  la puerta  con doble vuelta de llave.

 La sombra venía a verme cada domingo. Nunca fallaba, era madrugadora. Entraba al salón con la puerta cerrada. Dejó de tirar cosas para llamar mi atención y comenzó a jugar con mis sensaciones.  Se dejó ver: flaca, despeinada, los ojos vacíos en su espectro fantasmal. Una figura tan penosa que, en lugar de miedo, me daba lástima.

Se dejó oír: «Me llamaban Ofelia».

     Una voz suave y dulce no podía asustarme.

Abandoné las fiestas de los sábados y esperaba su visita en vela.  Disfrutaba su compañía en el desayuno. Nunca entendí que pidiera una taza de café con leche, pero me divertía ver cómo la alzaba hasta el vacío de su boca, sorbía con ruido y la vertía sobre la alfombra de pelo que me regalara mi madre.

    ¡Cómo iba a contar estas cosas!

No me enojaba la mancha en la alfombra, pero Ofelia se esfumaba justo en aquel instante.

Un día pregunté:

— ¿Qué puedo hacer por ti? No sé rezar.

Su respuesta tardaría una semana eterna. La esperé despierto en el sofá, leyendo y escuchando música clásica.

    —Me gusta Mozart—dijo.

No la sentí llegar. Si le gustaba Mozart  no debía temerla.

    Y ese día comenzó a contarme su historia:

    —Vivíamos felices aquí. Pronto seríamos una familia cuando aquel camionero borracho lo cambió todo. Atrapó nuestro coche  bajo la enorme cabina de su Volvo.  Me aplastó, pero salvaron mi vida. ¡Qué estupidez! Él tuvo peor suerte y la chapa lo decapitó… Regresé a casa sola, con mi útero vacío. Ya nunca podría criar a nuestros hijos.

La soledad es muy mala compañera, créeme, no la soporté. Mi única esperanza estaba en esa terraza. Un día fui valiente... Justo amanecía, como ahora... Los vecinos rodearon mi cuerpo inerte en la acera, ¡pobre mujer!, les oí decir. Exhalé mi último domingo  y  ahora mi alma espera la eternidad en nuestra casa. Los suicidas no tenemos paraíso.

Tardaron demasiado en venderla. Dicen que está maldita. ¡Qué sabrán ellos de lo que es la maldición de un espacio vacío!

Cuando te vi la primera noche dormido en el sofá, supe que el vendedor había sabido elegir. Tienes la edad del hijo que nunca pude parir.

Pretendía acompañarte en silencio, pero mi torpeza me juega malas pasadas. Lo siento.

 

Miré aquella sombra con ternura.

    — ¿Un café, Ofelia?

    —Sí, por favor... En la terraza.

 El volumen de la música subió de repente. El sol era imponente en el horizonte cuando sentí la fuerza brutal del empujón en mi espalda. Caí contra el suelo y en la acera me rodearon los vecinos.

— ¡Pobre chico!, Nunca debió comprar esa casa, está gafada.

    Ahora espero la eternidad aquí, con ella.

Ayer quitaron el cartel. Por fin la casa está vendida. La dueña es una chica guapísima, se llama Andrea. El vendedor ha sabido elegir, a Ofelia le encanta su nueva hija.


                                                      © Carmen Ferro. 





LA DAMA AURIENSE

      Cuentan  los que saben de estos cuentos, que a la misteriosa dama se le puede ver cabalgando, a lomos de un hermoso corcel blanc...