Había encontrado mi casa ideal: un piso moderno, amplio,
lleno de luz, bien decorado y una bonita terraza con vistas a la montaña.
El vendedor puso en valor cualquier detalle: los muebles
de diseño, dos pinturas originales… ¡La
chimenea de leña! Lo único que sobraban
eran las cortinas, telones inútiles de un paisaje espectacular. Todo lo demás me encantaba.
La primera
noche dormí en el sofá, delante de la enorme pantalla del televisor
ultramoderno. Me despertó el sol radiante de un día despejado y frío en la primera semana de febrero.
Comenzaban los tiempos felices en mi nuevo hogar.
La noche ochenta y siete la recuerdo como
si fuese ayer. Era dos de mayo, y soñaba con Candela cuando el suave roce del
tejido de su blusa dejó de ser agradable. Desperté bruscamente. Las cortinas
agitaban su furia contra mi cara, me levanté asustado y el vendaval que
atravesaba los cristales cesó de repente. «Una pesadilla», pensé. Volví a la
cama, pero ya no pude dormir.
Al día siguiente
tiré todas las cortinas a la basura. Debí hacerlo antes.
Lo que cuento
ahora, pasó de madrugada, pero no recuerdo cuando: el ruido del jarrón
estampándose contra el suelo fue brutal. No tenía gato al que culpar, por eso
me extrañó ver las rosas secas
pisoteadas en el suelo del cuarto.
Pequeñas
anécdotas que intentaba olvidar, hasta la siguiente.
¡Crag!
Un mal
despertar sacudió al oso que hibernaba
en mí. Aquel domingo estalló el vaso de
agua en la mesita de noche y los cristales alcanzaron mi almohada.
No encontré explicación.
Jamás creí
en los fantasmas, hacía mucho que no me emborrachaba y nunca me drogaba. ¡Vi el
reflejo de una sombra veloz en el espejo, lo prometo!
Encendí la
luz y escuché atento. Ni un ruido. Recorrí los rincones donde podría esconderse
un intruso. Me convencí: «No hay nadie».
Volví a la cama, pero apenas pude dormir. Desperté
temprano con un dolor de cabeza insoportable. El café antes de la ducha no fue
suficiente y bajé a desayunar al bar con un amigo. Eran las once de un domingo grisáceo, lluvioso a ratos. Nunca le hablé de
mis anécdotas a nadie.
Regresé al
deporte. Quemar adrenalina por
caminos de cabras me liberó la tensión, pero no la sensación de estar
espiado en mi casa. Dejé de dormir en mi cuarto y comencé a salir los sábados
por la noche. Regresaba a las tantas. Sobrio, inquieto y suspicaz. Dormía siempre en el sofá y cerraba la puerta
con doble vuelta de llave.
La sombra venía a verme
cada domingo. Nunca fallaba, era madrugadora. Entraba al salón con la puerta
cerrada. Dejó de tirar cosas para llamar mi atención y comenzó a jugar con mis
sensaciones. Se dejó ver: flaca,
despeinada, los ojos vacíos en su espectro fantasmal. Una figura tan penosa
que, en lugar de miedo, me daba lástima.
Se dejó oír: «Me llamaban Ofelia».
Una voz suave
y dulce no podía asustarme.
Abandoné las fiestas de los sábados y esperaba su visita
en vela. Disfrutaba su compañía en el
desayuno. Nunca entendí que pidiera una taza de café con leche, pero me
divertía ver cómo la alzaba hasta el vacío de su boca, sorbía con ruido y la
vertía sobre la alfombra de pelo que me regalara mi madre.
¡Cómo iba a contar
estas cosas!
No me enojaba la mancha en la alfombra, pero Ofelia se esfumaba
justo en aquel instante.
Un día pregunté:
— ¿Qué puedo hacer por ti? No sé rezar.
Su respuesta tardaría una semana eterna. La esperé
despierto en el sofá, leyendo y escuchando música clásica.
—Me gusta
Mozart—dijo.
No la sentí llegar. Si le gustaba Mozart no debía temerla.
Y ese día comenzó
a contarme su historia:
—Vivíamos felices aquí. Pronto seríamos una
familia cuando aquel camionero borracho lo cambió todo. Atrapó nuestro
coche bajo la enorme cabina de su Volvo. Me aplastó, pero salvaron mi vida. ¡Qué
estupidez! Él tuvo peor suerte y la chapa lo decapitó… Regresé a casa sola, con
mi útero vacío. Ya nunca podría criar a nuestros hijos.
La
soledad es muy mala compañera, créeme, no la soporté. Mi única esperanza estaba
en esa terraza. Un día fui valiente... Justo amanecía, como ahora... Los
vecinos rodearon mi cuerpo inerte en la acera, ¡pobre mujer!, les oí decir. Exhalé
mi último domingo y ahora mi alma espera la eternidad en nuestra
casa. Los suicidas no tenemos paraíso.
Tardaron
demasiado en venderla. Dicen que está maldita. ¡Qué sabrán ellos de lo que es
la maldición de un espacio vacío!
Cuando
te vi la primera noche dormido en el sofá, supe que el vendedor había sabido
elegir. Tienes la edad del hijo que nunca pude parir.
Pretendía
acompañarte en silencio, pero mi torpeza me juega malas pasadas. Lo siento.
Miré aquella sombra con ternura.
— ¿Un café,
Ofelia?
—Sí, por favor...
En la terraza.
El volumen de la
música subió de repente. El sol era imponente en el horizonte cuando sentí la
fuerza brutal del empujón en mi espalda. Caí contra el suelo y en la acera me
rodearon los vecinos.
— ¡Pobre chico!, Nunca debió comprar esa casa, está
gafada.
Ahora espero la
eternidad aquí, con ella.
Ayer quitaron el cartel. Por fin la casa está vendida. La
dueña es una chica guapísima, se llama Andrea. El vendedor ha sabido elegir, a
Ofelia le encanta su nueva hija.
© Carmen Ferro.