lunes, 19 de abril de 2021

EN SU NOMBRE


                                                             Imagen © Carmen Ferro

 


  

Golpeó con los nudillos antes de entrar:

                         — ¿Se puede?... Con su permiso.

 Mis alumnos saben, que si tengo la puerta del despacho entreabierta, el paso está concedido. 

Ella esperó mi respuesta, le contesté sin levantar la vista de la hoja donde escribía mi última ocurrencia:

    —Pase y siéntese, si es tan amable. Enseguida termino con esto.

    —Buenas tardes. No se preocupe, Señora Ferro, me sobra el tiempo.

Alcé la cabeza para verla, su voz me resultó familiar pero su rostro no me aclaró mucho, la verdad. Se sentó en la silla que hay enfrente de mi mesa, aun así la veía borrosa.

Culpé a mi presbicia y terminé de escribir el último párrafo del cuento. Entonces la miré otra vez con  atención,  y me levanté a descorrer las cortinas. La luz natural me ayuda a ver mejor.

    — ¿En qué puedo ayudarle? Disculpe que no recuerde su nombre… Demasiados alumnos ya para esta vieja.

A pesar de la radiante tarde primaveral, no lograba verla con nitidez. Sabía que era mujer por la voz, y su silueta difusa era inconfundible.

    «Tengo que revisarme la vista con urgencia, ya no veo un burro a tres pasos»,  pensé mientras volvía a mi asiento disimulando mi falta de concreción visual.

    —Discúlpeme… Si es tan amable de recordármelo…

    —De eso venía a hablar con usted, precisamente. Del nombre que nunca me dio.

    — ¡¿Yo?!—aquello me pareció una insolencia. —Por favor, explíquese. Siempre llamo a los alumnos por su nombre, o el apellido. No recuerdo a todos, desde luego, pero intento dirigirme a ellos personalmente. ¿Acaso le he ofendido alguna vez, señorita…?

    —Por supuesto, Señora Ferro, estoy muy ofendida con usted. Ya ve, yo sí me sé el suyo, que  el mío no lo sepa nadie es exclusivamente por su culpa. Firma sus relatos, aunque no se digne en nombrar a sus personajes.

        En aquel momento pensé que deliraba, y me acerqué a ella para poder reconocerla.

Aproximé mi mano a su hombro sin llegar a tocarla,  temía encontrarme con un espectro vacío. Un fantasma imaginario que me llevaría de cabeza al psiquiatra.

Claramente, allí estaba una mujer, con el pelo recogido en un moño alto y el cuello, tan corto, que apenas sobresalía de los hombros. En su regazo tenía una rosa. El color de la flor era intenso y fresco, sin duda estaba recién cortada. Contrastaba con la figura sombría que la sostenía. El resto era una masa informe y alargada hasta el suelo.

        No creo en los espíritus, pero fue lo primero que se me vino a la cabeza.

Regresé a mi sitio, sin dejarme influenciar por lo que tenía enfrente. Confiaba en la resistencia de mis capacidades mentales, así que no me dejé avasallar por aquella visión. Mientras, ella alargó el  brazo y  posó con elegancia la rosa sobre mi libro.

    —Es para usted, aunque no se la merezca. Se la traigo de parte de Él, por el precioso homenaje de despedida que le hizo en su relato. Me ha dicho que, ya que tampoco lo ha nombrado,  guarde esa cinta de recuerdo.

Durante unos segundos dudé si coger la flor para leer la cinta. Me pudo la intriga tanto como me asustaba lo sobrenatural del suceso.  Esperaría a quedarme sola, pero comprobé que ella no tenía intenciones de marcharse pronto.

    —Muchas gracias. — Mi voz sonó firme a pesar del desconcierto— ¿Se le ofrece algo más?

    —Por supuesto que sí, no vine hasta aquí a traerle un regalo. Tengo reproches. Nos ha utilizado para contar una historia sin molestarse siquiera en darnos una identidad. Eso es humillante para cualquier personaje, pero ¡qué lo haga con los protagonistas, señora autora!… ¿Quién se cree para obviarnos de esa manera? Sin nosotros sus cuentos son una monserga insufrible, que lo sepa… No tiene perdón hasta que lo arregle. Ya sabe, modifique el texto y sacrifique su ego. Que a mí me llame simplemente La sombra fiel, se lo podría perdonar, pero que haya matado a la persona que más he querido en la vida, al verdadero protagonista de la historia, sin nombrarlo tan solo una sola vez… Eso es imperdonable, señora.

    —Un lamentable despiste, sin duda.  A veces, me meto tanto en los personajes que pienso que  soy parte de ellos. No debería hacerlo, lo sé, pero es muy tentador. Trucos para ganarme la empatía del lector. Una farsa continúa, ya ve… Cosas de la ficción.

        Tenía razón, pequé de egocentrismo, debería rectificar el texto para distinguir a quién me enviaba aquella rosa perfumada. Estaba en deuda con él.

Cogí la flor con reverencia y leí la cinta. Un sentimiento extraño me despertó el escalofrío. Su nombre me estremeció con la intensidad del océano, y salió de mi boca entrecortado como una ola rompiendo:

        «Ar… ¿Arsenio?…»

       Amé hasta lo imposible a mi profesor de piano en el conservatorio.

Cuando me recuperé, La Sombra había desaparecido sin despedirse. El perfume que flotaba en la estancia era igual al mío.

        La nota que escribía cuando ella llegó ya tenía mi  firma. Y no fui yo.

                                                                                                 

                                                                             © Carmen Ferro.




 https://www.safecreative.org/work/2106208139035-en-su-nombre

 Reflexión a partir del relato La Sombra Fiel. Leer en el siguiente enlace:

 https://cuentosenelanden.blogspot.com/2020/12/la-sombra-fiel.html




 

lunes, 5 de abril de 2021

VACÍOS

 

 

 


 

 

 

Había encontrado mi casa ideal: un piso moderno, amplio, lleno de luz, bien decorado y una bonita terraza con vistas a la montaña.

El vendedor puso en valor cualquier detalle: los muebles de diseño, dos pinturas originales…  ¡La chimenea de leña!  Lo único que sobraban eran las cortinas, telones inútiles de un paisaje espectacular.  Todo lo demás me encantaba.

        La primera noche dormí en el sofá, delante de la enorme pantalla del televisor ultramoderno. Me despertó el sol radiante de un día despejado  y frío en la primera semana de febrero.

            Comenzaban los tiempos felices en mi nuevo hogar.

        La noche ochenta y siete la recuerdo como si fuese ayer. Era dos de mayo, y soñaba con Candela cuando el suave roce del tejido de su blusa dejó de ser agradable. Desperté bruscamente. Las cortinas agitaban su furia contra mi cara, me levanté asustado y el vendaval que atravesaba los cristales cesó de repente. «Una pesadilla», pensé. Volví a la cama, pero ya no pude dormir.

 Al día siguiente tiré todas las cortinas a la basura. Debí hacerlo antes.

      Lo que cuento ahora, pasó de madrugada, pero no recuerdo cuando: el ruido del jarrón estampándose contra el suelo fue brutal. No tenía gato al que culpar, por eso me extrañó  ver las rosas secas pisoteadas  en el suelo del cuarto.

          Pequeñas anécdotas que intentaba olvidar, hasta la siguiente.

                    ¡Crag!  

    Un mal despertar  sacudió al oso que hibernaba en mí.  Aquel domingo estalló el vaso de agua en la mesita de noche y los cristales alcanzaron mi almohada.

No encontré explicación.

         Jamás creí en los fantasmas, hacía mucho que no me emborrachaba y nunca me drogaba. ¡Vi el reflejo de una sombra veloz en el espejo, lo prometo!

       Encendí la luz y escuché atento. Ni un ruido. Recorrí los rincones donde podría esconderse un intruso. Me convencí: «No hay nadie».

Volví a la cama, pero apenas pude dormir. Desperté temprano con un dolor de cabeza insoportable. El café antes de la ducha no fue suficiente y bajé a desayunar al bar con un amigo. Eran las once de un domingo  grisáceo, lluvioso a ratos. Nunca le hablé de mis anécdotas a nadie.

     Regresé al deporte. Quemar  adrenalina  por  caminos de cabras me liberó la tensión, pero no la sensación de estar espiado en mi casa. Dejé de dormir en mi cuarto y comencé a salir los sábados por la noche. Regresaba a las tantas. Sobrio, inquieto y suspicaz.  Dormía siempre en el sofá y cerraba  la puerta  con doble vuelta de llave.

 La sombra venía a verme cada domingo. Nunca fallaba, era madrugadora. Entraba al salón con la puerta cerrada. Dejó de tirar cosas para llamar mi atención y comenzó a jugar con mis sensaciones.  Se dejó ver: flaca, despeinada, los ojos vacíos en su espectro fantasmal. Una figura tan penosa que, en lugar de miedo, me daba lástima.

Se dejó oír: «Me llamaban Ofelia».

     Una voz suave y dulce no podía asustarme.

Abandoné las fiestas de los sábados y esperaba su visita en vela.  Disfrutaba su compañía en el desayuno. Nunca entendí que pidiera una taza de café con leche, pero me divertía ver cómo la alzaba hasta el vacío de su boca, sorbía con ruido y la vertía sobre la alfombra de pelo que me regalara mi madre.

    ¡Cómo iba a contar estas cosas!

No me enojaba la mancha en la alfombra, pero Ofelia se esfumaba justo en aquel instante.

Un día pregunté:

— ¿Qué puedo hacer por ti? No sé rezar.

Su respuesta tardaría una semana eterna. La esperé despierto en el sofá, leyendo y escuchando música clásica.

    —Me gusta Mozart—dijo.

No la sentí llegar. Si le gustaba Mozart  no debía temerla.

    Y ese día comenzó a contarme su historia:

    —Vivíamos felices aquí. Pronto seríamos una familia cuando aquel camionero borracho lo cambió todo. Atrapó nuestro coche  bajo la enorme cabina de su Volvo.  Me aplastó, pero salvaron mi vida. ¡Qué estupidez! Él tuvo peor suerte y la chapa lo decapitó… Regresé a casa sola, con mi útero vacío. Ya nunca podría criar a nuestros hijos.

La soledad es muy mala compañera, créeme, no la soporté. Mi única esperanza estaba en esa terraza. Un día fui valiente... Justo amanecía, como ahora... Los vecinos rodearon mi cuerpo inerte en la acera, ¡pobre mujer!, les oí decir. Exhalé mi último domingo  y  ahora mi alma espera la eternidad en nuestra casa. Los suicidas no tenemos paraíso.

Tardaron demasiado en venderla. Dicen que está maldita. ¡Qué sabrán ellos de lo que es la maldición de un espacio vacío!

Cuando te vi la primera noche dormido en el sofá, supe que el vendedor había sabido elegir. Tienes la edad del hijo que nunca pude parir.

Pretendía acompañarte en silencio, pero mi torpeza me juega malas pasadas. Lo siento.

 

Miré aquella sombra con ternura.

    — ¿Un café, Ofelia?

    —Sí, por favor... En la terraza.

 El volumen de la música subió de repente. El sol era imponente en el horizonte cuando sentí la fuerza brutal del empujón en mi espalda. Caí contra el suelo y en la acera me rodearon los vecinos.

— ¡Pobre chico!, Nunca debió comprar esa casa, está gafada.

    Ahora espero la eternidad aquí, con ella.

Ayer quitaron el cartel. Por fin la casa está vendida. La dueña es una chica guapísima, se llama Andrea. El vendedor ha sabido elegir, a Ofelia le encanta su nueva hija.


                                                      © Carmen Ferro. 





EL REGRESO

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