Imagen © Carmen Ferro
Golpeó con los nudillos antes de entrar:
— ¿Se puede?...
Con su permiso.
Mis alumnos saben, que si tengo la puerta del despacho
entreabierta, el paso está concedido.
Ella esperó mi respuesta, le contesté sin levantar la vista de la hoja
donde escribía mi última ocurrencia:
—Pase y siéntese, si es tan amable. Enseguida
termino con esto.
—Buenas tardes. No se preocupe, Señora Ferro, me
sobra el tiempo.
Alcé la cabeza para verla, su voz me resultó familiar pero su rostro no
me aclaró mucho, la verdad. Se sentó en la silla que hay enfrente de mi mesa,
aun así la veía borrosa.
Culpé a mi presbicia y terminé de escribir el último párrafo del
cuento. Entonces la miré otra vez con atención, y me levanté a descorrer las cortinas. La luz
natural me ayuda a ver mejor.
— ¿En qué puedo ayudarle? Disculpe que no recuerde
su nombre… Demasiados alumnos ya para esta vieja.
A pesar de la radiante tarde primaveral, no lograba verla con nitidez.
Sabía que era mujer por la voz, y su silueta difusa era inconfundible.
«Tengo que revisarme la vista con urgencia, ya no
veo un burro a tres pasos», pensé mientras volvía a mi asiento
disimulando mi falta de concreción visual.
—Discúlpeme… Si es tan amable de recordármelo…
—De eso venía a hablar con usted, precisamente. Del
nombre que nunca me dio.
— ¡¿Yo?!—aquello me pareció una insolencia. —Por
favor, explíquese. Siempre llamo a los alumnos por su nombre, o el apellido. No
recuerdo a todos, desde luego, pero intento dirigirme a ellos personalmente.
¿Acaso le he ofendido alguna vez, señorita…?
—Por supuesto, Señora Ferro, estoy muy ofendida con
usted. Ya ve, yo sí me sé el suyo, que el mío no lo sepa nadie es
exclusivamente por su culpa. Firma sus relatos, aunque no se digne en nombrar a
sus personajes.
En aquel momento pensé que
deliraba, y me acerqué a ella para poder reconocerla.
Aproximé mi mano a su hombro sin llegar a tocarla, temía
encontrarme con un espectro vacío. Un fantasma imaginario que me llevaría de
cabeza al psiquiatra.
Claramente, allí estaba una mujer, con el pelo recogido en un moño alto
y el cuello, tan corto, que apenas sobresalía de los hombros. En su regazo
tenía una rosa. El color de la flor era intenso y fresco, sin duda estaba
recién cortada. Contrastaba con la figura sombría que la sostenía. El resto era
una masa informe y alargada hasta el suelo.
No creo en los espíritus, pero
fue lo primero que se me vino a la cabeza.
Regresé a mi sitio, sin dejarme influenciar por lo que tenía enfrente.
Confiaba en la resistencia de mis capacidades mentales, así que no me dejé
avasallar por aquella visión. Mientras, ella alargó el brazo y
posó con elegancia la rosa sobre mi libro.
—Es para usted, aunque no se la merezca. Se la
traigo de parte de Él, por el precioso homenaje de despedida que le hizo en su
relato. Me ha dicho que, ya que tampoco lo ha nombrado, guarde esa
cinta de recuerdo.
Durante unos segundos dudé si coger la flor para leer la cinta. Me pudo
la intriga tanto como me asustaba lo sobrenatural del suceso. Esperaría a
quedarme sola, pero comprobé que ella no tenía intenciones de marcharse pronto.
—Muchas gracias. — Mi voz sonó firme a pesar del
desconcierto— ¿Se le ofrece algo más?
—Por supuesto que sí, no vine hasta aquí a traerle
un regalo. Tengo reproches. Nos ha utilizado para contar una historia sin
molestarse siquiera en darnos una identidad. Eso es humillante para cualquier
personaje, pero ¡qué lo haga con los protagonistas, señora autora!… ¿Quién se
cree para obviarnos de esa manera? Sin nosotros sus cuentos son una monserga
insufrible, que lo sepa… No tiene perdón hasta que lo arregle. Ya sabe,
modifique el texto y sacrifique su ego. Que a mí me llame simplemente La sombra
fiel, se lo podría perdonar, pero que haya matado a la persona que más he
querido en la vida, al verdadero protagonista de la historia, sin nombrarlo tan
solo una sola vez… Eso es imperdonable, señora.
—Un lamentable despiste, sin duda. A
veces, me meto tanto en los personajes que pienso que soy parte de
ellos. No debería hacerlo, lo sé, pero es muy tentador. Trucos para ganarme la
empatía del lector. Una farsa continúa, ya ve… Cosas de la ficción.
Tenía razón, pequé de
egocentrismo, debería rectificar el texto para distinguir a quién me enviaba
aquella rosa perfumada. Estaba en deuda con él.
Cogí la flor con reverencia y leí la cinta. Un sentimiento extraño me
despertó el escalofrío. Su nombre me estremeció con la intensidad del océano, y
salió de mi boca entrecortado como una ola rompiendo:
«Ar… ¿Arsenio?…»
Amé hasta lo imposible a mi
profesor de piano en el conservatorio.
Cuando me recuperé, La Sombra había desaparecido sin despedirse. El
perfume que flotaba en la estancia era igual al mío.
La nota que escribía cuando ella
llegó ya tenía mi firma. Y no fui yo.
© Carmen Ferro.
Reflexión a partir del relato La Sombra Fiel. Leer en el siguiente enlace:
https://cuentosenelanden.blogspot.com/2020/12/la-sombra-fiel.html