El ruido fue estrepitoso. De pronto, en el sótano, se levantó una
polvareda inmensa, las alarmas sobresaltaron
a la comunidad y los inquilinos corrieron despavoridos por la escalera de incendios.
Desconcertado, el conserje pulsó el botón del
pánico, apenas un poco antes de que los teléfonos comenzaran a sonar histéricos.
Enseguida llegaron los servicios de emergencias, y los curiosos se agruparon
entre los periodistas, ante el fatídico número de la famosa calle madrileña.
El olor de
la sangre fresca se mezcló con la polvareda que inundaba el edifico. Los más avispados
corrían escaleras arriba jadeando, para llegar cuanto antes a la planta noble,
sin esperar a saber con claridad lo que había pasado. Solo unos pocos valientes bajaron al sótano, cuando
ya sabían que allí encontrarían el cadáver, aún caliente, de su jefe.
Nadie comprendía el motivo por el que se había desplomado el ascensor de repente, justo cuando estaban llegando a la planta principal.
—Sin duda, esta casa está maldita. Últimamente, pulsar
un simple botón se ha convertido en un riesgo. Soy el conserje y sé que mi obligación es avisar
a mantenimiento para que reparen los desperfectos. Pero este no pude verlo. Alguien
manipuló el elevador, estoy seguro. Un experto en desgastes que sabía
que el acero cedería sin dificultad con semejante peso. Que este edificio tiene corrosión
desde los cimientos, lo saben todos. Solo soy
un empleado, y esas cuestiones no son de mi competencia… Pobre hombre... No se merecía acabar así, da lástima verle. Morir de manera tan abyecta tiene que ser horrible.
© Carmen Ferro.