El día en el que mi abuelo Julio cumplió setenta
y cinco años, mi madre dijo que a su padre se le estaba yendo la cabeza. Yo
solo tenía quince, y me costaba entender a mi familia, pero sabía que lo que contaba
aquella tarde pasó de verdad.
Todo empezó con la fiesta sorpresa que organizaron sus hijos para
celebrarlo. Eligieron un hotel precioso. Un faro, cerca de las ruinas del
cuartel donde hizo el servicio militar, con impresionantes vistas al océano Atlántico.
Pero lo asombroso de ese lugar no se ve. El sitio, donde el abuelo estuvo sirviendo
al país como ingeniero electrónico, es increíble.
A la fiesta vino su amigo Sixto, que
también trabajó con el equipo científico. Entre los dos recordaron anécdotas de
película.
Después de comer, los demás prefirieron
quedarse en la piscina. Yo les acompañé porque iban a enseñarme el cuartel,
aunque sabía que contarían batallitas (ya sabéis de qué os hablo), por eso nadie
quiso acompañarnos. Soy demasiado curioso y nunca pierdo la oportunidad de
escuchar cualquier historia, sea verdad o no.
Salí ganando. Pasaron de visitar las
ruinas y fuimos directos a uno de los puestos de vigilancia camuflados en la
ladera del monte. Ni hablaron de lo que se vigilaba desde allí entonces, como
niños ilusionados buscaron la puerta oculta por la maleza. El señor Sixto iba
preparado, llevaba en la mochila el machete, dos linternas y dos cascos. El
abuelo ya llevaba el suyo puesto al salir del hotel, regalo de mis padres.
Quizás sospechaban lo que iba a pasar.
Entrar en aquel túnel fue
alucinante. La luz de las linternas proyectaba nuestras sombras en las
paredes de piedra. Los imaginaba allí de jóvenes, moviéndose como topos, pero
el abuelo me dijo que había luz eléctrica. Todavía recordaba cómo se abría una
puerta secreta, disimulada en la pared como una piedra más. Descubrí para qué
sirve la brújula tatuada en su brazo. Marcó las coordenadas y la losa se
deslizó, como tragada por la pared, y se encendió la lámpara del techo.
Ante mis ojos apareció una galería enorme.
— ¡El laboratorio secreto!—, grité
entusiasmado.
—No, Xavi. Esta era la factoría de
androides, el laboratorio lo han destruido.
— ¡No me vaciles, abuelo!
No le creería, pero Sixto insistió en que
era cierto, y de él nadie decía que se le iba la pinza.
Iban en serio, se les quebraba la voz al
decir que los que de verdad mandaban allí eran los ingenieros alemanes. Ellos
lo manejaban todo, se lamentaban.
—Apenas dejaron nada cuando cerraron las instalaciones.
Es una lástima, sé que te encantaría verlo.
— ¡Sería una pasada!
— Imagina esta sala como una cadena de
montaje — me explicaba Sixto—. En esos estantes había cajas con los diferentes
elementos del cuerpo y en las mesas montaban las piezas metálicas en las hormas,
como puzles. Luego verás la zona donde construían las cabezas, aquello sí que
era tecnología avanzada.
Estaba espeluznado imaginando
la fabricación de los androides, cuando el abuelo me sujetó los hombros antes
de abrir la sala anexa. Hizo bien. Allí la lámpara no funcionaba y me hubiese
caído de espaldas al ver aquellos cráneos iluminados por las linternas.
—Elaborar las cabezas era tarea exclusiva
de sus informáticos—continuó mi abuelo—. Los alemanes no compartían el proceso
con nadie y solo podía entrar aquí Mauricio,
el biólogo. El único de los nuestros que
pudo ver los cadáveres congelados, de un hombre y una mujer, que guardaban en
la cámara excavada en la roca. De aquellos cerebros extraían las células
para replicar en el laboratorio, antes de insertarlas como materia orgánica en los cerebros artificiales. Increíble
¿verdad?
De pronto, se abrió otra pared. No sé cómo
porque estaba al borde del desmayo. Menos mal que había luz…
—Aquí, ensamblaban todos los elementos del
cuerpo en moldes de acero y los cableaban con circuitos electrónicos, antes de rellenarlos
con viscolátex en una máquina que estaba en aquella esquina—el abuelo no
paraba de hablar—. Una vez desmoldas, recubrían las figuras con piel sintética,
producida a partir de un alga gelatinosa que abunda en esta costa. En eso, era
especialista nuestro amigo Mauricio. Lograba crear piel y cabello idénticos a
los humanos. Un maestro. Tenías que ver lo bien que clonaba los ojos de gato.
—Siéntate, si quieres— me dijo Sixto.
Reconozco que ya era cobarde. No me atreví
a preguntar: ¿Y vosotros, qué hacías aquí?
—El acabado era impecable—continuó—, pero debían
conseguir que los androides parecieran auténticas personas. Neurosiquiatras y
sociólogos los instruían en el comportamiento humano, y les enseñaban a mostrar
las emociones que jamás podrían sentir. Una vez optimizados, desfilaban
por los túneles acompañados de sus instructores, hacia la salida que comunica
estas instalaciones con el mar.
—Ahí teníamos prohibido pasar, el
mantenimiento de ese túnel también era cosa suya —añadió mi abuelo—. Cuentan
que va sumergido en el mar hasta las islas Cíes, donde cargaban en submarinos
todo lo que se producía en esta factoría. ¿Qué hacían con ellos?... Nunca lo
supimos.
Cuando salimos a la superficie mi cabeza
flotaba en historias inverosímiles. Sentir la brisa del mar fue el alivio que
me devolvió a la realidad del atardecer, púrpura encendido sobre el horizonte
del océano.
Quizás era demasiado ingenuo, pero
sabía que ya nunca podría ver aquel paisaje con la
complacencia de los que ignoran los secretos de sus entrañas.
© Carmen Ferro.