Un cartel al lado de la
puerta lo decía bien claro:
HERBARIUS
LOCUSTA
REMEDIUM OMNIBUS MALIS
Y no mentía el anuncio del local en aquella discreta
calle de Roma, cuyo nombre nadie recuerda. La que sí dejó su nombre escrito en
la Historia fue la extraordinaria Locusta y sus remedios para todo tipo de
males.
Había aprendido de su madre los sabios manejos de la
botánica y al herbolario acudían gentes de todo tipo y condición. Su nombre y la eficacia de sus recetas eran
conocidos en toda Roma. Para solucionar
con rapidez problemas de herencia, infidelidades, amantes incómodos, enemigos
políticos…, los remedios de Locusta eran infalibles.
Trabajar en exceso, y con tanta eficiencia, fue su
perdición: ella misma terminó condenada a muerte.
Y esperándola estaba, cuando la fama de sus habilidades
llegó a oídos de la emperatriz Agripina la Menor. La mujer del César la
necesitaba con urgencia, ordenó excarcelar a la esclava y que la entregasen a
su servicio. Así fue como Locusta pasó de vender remedios en la pequeña tienda, a
dar servicios exclusivos a la élite imperial.
Del herbolario a cocinera del César fue un salto brutal
en su carrera, que no la alejó de su condición de esclava. En la era de las
traiciones y las intrigas, una habilidad tan exitosa no se podía desperdiciar
en el estómago de cualquier fiera hambrienta.
Pronto le llegó el momento de cocinar exquisiteces personalizadas
por orden de la emperatriz. La señora proveía las viandas y Locusta les daba el
tratamiento culinario con precisión. Sabido es, que las recetas más delicadas
necesitan de la medida justa y la armónica combinación de todos los
ingredientes. Tan equilibradas eran las comidas, que pasaban el filtro de los
esclavos probadores. Comer un poco nunca sería un problema.
—Aquí tienes los mejores champiñones del Imperio para
que cene esta noche mi esposo—indicó una tarde Agripina a su cocinera. —No
olvides aliñarlos generosamente con esa salsa tan buena que solo tú sabes
hacer.
Y eficaz fue, sin duda, aquel guiso de setas que Locusta
preparó con esmero para el César. Las consecuencias del preciado alimento son Historia de Roma.
Y de Claudio a Nerón, la trayectoria profesional de la
esclava cocinera medró. Era maestra del oficio.
Nerón, paranoico excéntrico, no dudaba en sacarse de en
medio a cualquiera que considerase un rival. En eso era de gran utilidad la
sabiduría de su cocinera, siempre alentada por la madre del caprichoso
emperador romano.
Había llegado el turno de eliminar a otro ilustre, que
entorpecía las aspiraciones de Agripina para su querido Nerón. Británico, hijo
de Claudio y Mesalina, era demasiado aficionado al vino caliente. Una noche, el
impaciente hermanastro de Nerón bebió demasiado rápido y se quemó la lengua. Un
sirviente se apresuró a enfriarle el
vino con el agua de la jarra que rauda le había acercado Locusta, tan servicial
y detallista como de costumbre.
El galeno concluyó: ataque agudo de epilepsia.
Y a otra cosa, cocinera.
En una época donde las sentencias de muerte justicieras
no provenían del Tribunal, los ingredientes de las salsas de Locusta
eran ejecutores lentos, insípidos y crueles. Otras veces, no. Se adaptaban las
recetas a las necesidades perentorias del emperador.
El Senado, harto de tantos excesos, ordenó infiltrar un
espía entre los probadores de comida de los ilustres invitados por Nerón.
Livio era un joven apuesto de palabras dulces, que
enseguida puso el ojo en la cocinera de carnes prietas y carácter agrio.
Sospechaba que esa acidez de espíritu era la causa de los males, que casi
siempre provenían de la cocina. La cameló cantándole cármenes en las cálidas
noches de aquel verano, acompañado de una cítara. Cosa que agradaba a Nerón,
que embelesado por la voz (y la belleza) del esclavo, se confió demasiado y
permitió que cortejase a Locusta en los jardines, solo para poder contemplar al
muchacho desde sus ventanales. Conocidas son las aficiones del tiránico emperador.
Locusta cayó en la red, porque el amor es ciego y la
pasión impaciente. Quizás por eso, en el
ardor arrastró al muchacho a su rincón secreto. Al fin y al cabo, nadie
sospecharía de los kilos de semillas de manzana que allí guardaba en sacas.
Nadie, que no escudriñara la estancia con ojos de espía, se daría cuenta de que
molía las semillas en un rudimentario molino de piedra, ni de que guardaba el
polvo logrado en las vasijas de barro.
Se dejó llevar por la pasión y se entregó a amar en
cuerpo y alma al efebo, sobre la mesa de moler. Amor ciego y pasión arrebatada hacen bajar la guardia, pero el espía no desaprovechó la ocasión. Locusta yacía exhausta, extasiada por el olor a
manzana ácida de las pepitas pegadas a su piel sudada. Sin darse cuenta, estaba
aspirando los restos esparcidos por la mesa del polvo mágico de sus salsas. Livio no se entretuvo a contemplar la muerte de la cocinera, y se apresuró a salir del cuarto con una muestra del
polvo de semillas.
Una vez más, las manzanas
determinando la Historia.
Cuentan que Locusta terminó muerta por sentencia,
devorada por una fiera. Bien que se han cuidado de no desvelar la química
mortal que anida en el corazón de las manzanas. Esas inocentes semillas, en la
cantidad precisa, son una potente dosis de cianuro capaz de causar la muerte
de cualquiera.
© Carmen Ferro.