El lunes llegó tarde y vino en taxi. Se disculpó, me dijo que había ido al
pueblo, a ver a sus suegros, y el tren llegó con retraso.
Le vi tan abatido que no me atreví a preguntarle si ya sabía algo de su
mujer. No era la primera vez que tras una bronca metía cuatro cosas en una
bolsa, apagaba el móvil y se iba unos días. Luego, regresaba como si no hubiese
pasado nada.
En esta
ocasión, ya han pasado diez días y el móvil sigue
apagado.
La policía insiste. Ayer vinieron a revisar la taquilla de López
y otra vez hicieron preguntas. Les repetí lo sucedido el lunes y les comenté que
el hombre es muy reservado. Lo poco que hablamos es en los cambios de turno y
él trabaja de noche.
Esta mañana, llegué media hora antes y le
invité a un café. Quizás necesitaba hablar, porque me contó que discutían a
menudo. Le aconsejé que se tomase un descanso y me dio la razón.
—Un tiempo
de reflexión me vendrá bien—me dijo.
Eran las
once cuando se atascó la cinta que lleva la basura al incinerador y avisé
al técnico.
— ¡¿Quién
cojones tiró esto aquí?!
Bajé a ver
qué pasaba. Inmediatamente llamé a la policía, se me había olvidado decirles
que el lunes López llegó arrastrando una maleta grande. Los restos que
atascaron los rodillos eran del mismo color. Me conmocionó la mano aplastada. ¡Qué
horror! Ni se molestó en quitarle la alianza.
© Carmen Ferro.