sábado, 13 de diciembre de 2025

CON UN PAR

 





Hay historias que no cuentan los libros, que viajan en la memoria del tiempo y asoman bajo el techo estrellado de una noche de verano, o cerca de la lumbre que calienta las tardes tediosas del invierno. Son historias que viven en los recuerdos de los niños que las han escuchado, como la dulce melodía de una canción de cuna cantada en voz baja.

A Marina le entusiasmaba escuchar las que contaba su abuelo, sin saber que era el orujo, y no otra cosa, la fuente de inspiración de aquellos cuentos que siempre comenzaban así: érase una vez un niño…

Recuerda las palabras de su abuelo como si las acabase de escuchar, a pesar de que era imposible oír lo que nunca se había pronunciado. Pero él era tan buen narrador que sus gestos y sonidos creaban una melodía acompasada en la que volaba la imaginación de sus cuatro nietas.

Mujer hada contorno

Érase una vez un niño pastor que tenía miedo a los lobos, pero no le quedaba más remedio que ayudar a cuidar de los animales de la familia que pastaban en los montes de la sierra.

A Juancito no le incomodaba la tarea de guardar el rebaño, ni la dificultad de los caminos. Lo que no soportaba era el miedo que le tenía a los lobos y a su malvado tío.

Cuando escuchaba los aullidos lejanos, se le clavaban los pies en suelo del camino como si le creciesen raíces en las botas y no podía dar ni un paso. Un terror que su tío le sacudía a varazos en las piernas. Tanto, que llegó a temer más al tío que al lobo.

Una noche, la abuela se fijó en sus heridas y le preguntó qué le había pasado. Pero él no quería contarlo y se escapó corriendo al granero para ocultar el llanto. Ella lo siguió y lo acunó en su regazo para calmarlo. Entonces, le habló de su miedo al lobo, de los palos del tío y de las botas que pesaban como si fuesen de hierro.

—Pobre niño mío— le dijo la abuela—, te voy a hacer un regalo. Vente conmigo.

Le tomó de la mano y subieron al desván. La abuela sacó de un baúl viejo un par de botas destartaladas. El niño la miró desconcertado, pues estaba seguro de que con aquel calzado caminaría mucho peor.

—Mira, mi amor. Esto lo guardo para ti desde hace unos años. Son las viejas botas de tu padre, tu única herencia. Él era muy valiente, ya lo sabes. Sé que todavía son un poco grandes para tus pies, pero estos cordones son mágicos y los vamos a poner en tus botas. Ahuyentarán tu miedo y nunca más volverás a quedarte paralizado.

Juancito quitó los cordones de las viejas botas de su padre y los puso en las suyas. Cuando las calzó, se sintió felizmente protegido como por arte de magia.

Desde aquel día, nunca más se quedó parado ante ninguna dificultad. Su valor era tan fuerte que, cuando su tío levantó la vara para pegarle, se la partió en pedazos y le amenazó con sacarle los ojos si volvía a tocarle.

Jamás dejó de usar aquellos cordones.

Cuando creció y dejó el pastoreo por un trabajo en Suiza, tejió con ellos una pulsera que lo acompañó toda la vida.

Aquel cuero gastado en su pulso era una inyección que le transmitía el valor de su padre y le hacía sentirse fuerte.

                               Nunca más tuvo miedo a nada. Ni a nadie.

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Marina le contaba este cuento a su hija pequeña, acariciando la pulsera de cuero que llevaba en su muñeca. Inventado palabras que no recordaba, pues nunca las había oído de boca de su abuelo. Pero aquellos cordones, aquellas botas, aquellos lobos y el dolor de las palizas que su padre le daba a su madre muda, cuando venía borracho de la taberna, estaban marcados en su memoria como heridas de una quemadura profunda.

Solo los cuentos de un anciano sordomudo habían sido el bálsamo para soportar el dolor y el miedo que sentían las cuatro niñas que volaban en la escoba mágica de la voz inexistente de su abuelo.

Cómo atizaron al padre borracho, una noche de tormenta hasta reventarlo, es un secreto que jamás será contado.

En un arrebato, decidió desprenderse del pasado, sacó la pulsera de su mano y la tiró por la ventana a la calle abarrotada de gente que paseaba en medio del caos navideño. 

Una bola de fuego fulminó el enorme árbol de navidad y la gente, desconcertada, corrió despavorida hacia todos lados. Alguien tropezó con un cordón de cuero trenzado y lo guardó en el bolsillo, sin saber lo que hacía. 

                                  
                                                 © Carmen Ferro. 

domingo, 16 de noviembre de 2025

POLARIS

 

                       

 


                                                

En casi todas las familias hay un iluminado, y en la nuestra tenemos a mi primo Abelino. Ya desde pequeño mostraba gran afición por el universo y la chatarra.

No es que acumulase basura sin ton ni son. Nada más lejos. Aprovechaba las cosas que otros desechaban para construir el vehículo espacial con el que pensaba explorar las estrellas.

Tenía imaginación, ingenio y tenacidad a raudales. Además, contaba con la colaboración entusiasta de su hermana y de esta que lo cuenta. Juntos ensamblamos, lata a lata, el artilugio que nos transportaría al espacio.

            Un viernes, a mediados de noviembre, sobre las ocho de la tarde, nos embarcamos en nuestro peculiar transbordador. Desde lo alto de la fortaleza que vigila la ciudad, partimos rumbo norte hacia el mundo estelar.

Pasó lo irremediable. A los pocos minutos, caímos suavemente. ¡Menos mal!

—Llegamos—dijo el capitán.

—¿A dónde? — preguntó su hermana, yo había quedado muda del susto.

—A Polaris.

—Pues creo que hemos alunizado en el árbol de Navidad—intenté decir.

—Cinco, cuatro, tres, dos, uno…

No sé si me cegó más la ira o la intensidad de millares de luces led inundando las calles de color. Tanta faena, para acabar haciendo el ridículo de esa manera.

 La gente aplaudía y se desgañitaba entusiasmada al ritmo del inagotable villancico de María.

—¡Mira, mira! —gritaron unos niños—¡Hay duendes colgados en la estrella!

Menudo bochorno. Cientos de cámaras inmortalizaban el acontecimiento.

     Mientras, Abelino anunciaba sin complejos: 

        ¡Ya es Navidad en el planeta tierra!


                                                                 © Carmen Ferro. 

 




lunes, 8 de septiembre de 2025

DESASTRE PREMEDITADO

 

       

                                             

                                                    DESASTRE PREMEDITADO

 

    Ayer por la tarde, mi abuelo se empeñó en llevarme al Museo Reina Sofía. Quería enseñarme un cuadro muy importante, me dijo.

Desde mi escasa estatura, entre las personas que había ante el gran escenario del lienzo grisáceo, pude ver el pánico reflejado en los trazos de las figuras destrozadas clamando al cielo.

  Concentrado, como me enseñó el abuelo a ver los cuadros, escuché sus gritos espeluznantes en el silencio atónito que me rodeaba.

Él cuchicheó cerca de mi oreja:

—Guernica,1937. En un día de mercado, cayeron bombas extranjeras sobre el pueblo. Un desastre premeditado.

Callado, observé los rostros del espanto que inmortalizó Picasso. Estremecido, ante la mujer con el niño en brazos desgarrada de dolor.

Esa mujer —pensé— es el rostro de miles de madres que están clamando al cielo, hoy. El desastre premeditado, en el lienzo de la pantalla, nos muestra el escenario del espanto a diario. Sin rubor.

—Podría ser Gaza, 2025, ¿verdad, abuelo?

—Exacto, Mauro. Sin fecha. Allí, el cuadro del horror está en movimiento constante. Desde hace muchos años.

 El vigilante de sala nos miraba con un dedo sobre los labios. Silencio.

Salimos.

—¿Nosotros podemos hacer algo para evitarlo, abuelo?

—Sí, ruido. Las guerras siempre han sido un negocio de cálculo premeditado.

Caminamos charlando, de regreso a nuestra casa confortable, entre las terrazas que invaden las aceras del cuadro ruidoso de mi barrio.

Cañas de cerveza y risas a raudales, un día cualquiera.

                                    

                                                                               © Carmen Ferro.   








domingo, 15 de septiembre de 2024

NIEBLA

     

 


Este relato está escrito para participar en reto de septiembre propuesto por  VadeReto de escribir sobre LA SOLEDAD



NIEBLA

Sé que esta mañana nadie me traerá el desayuno a la cama, como hacías los domingos durante tantos años. Salgo de casa temprano y me pierdo en la niebla que envuelve las calles casi vacías, para no asfixiarme en la melancolía de la ausencia que devora el aire que me rodea. Todavía no han apagado las farolas del barrio, que apenas alumbran las aceras que me llevan hacia el café Melodías.

Cuando llego, Josefa me saluda, tan cariñosa como siempre, y me trae a la mesa las tostadas con jamón y la taza de café cargado —con cafeína hasta el borde porque el corazón lo tengo destrozado y así siento que aún palpita—, un vaso de agua y el jornal del día.

Nuestra amiga me sigue tratando como a un hermano. A veces, tengo la sensación de que este lugar alivia mi pena, por eso seguiré viniendo a desayunar aquí hasta que me abandonen las fuerzas. 

No sé porque leo el periódico mientras como, si los diarios solo cuentan malas noticias y eso no es lo mejor para comenzar el día. Tenías razón cuando me decías eso. Sin embargo, sigo leyendo las esquelas después de echarle el vistazo a los titulares de la primera página. Mis manías no han cambiado en estas cosas y ahora cada vez es más frecuente encontrar un nombre conocido en esos cuadraditos enmarcados en tinta negra. Aunque confieso que fui incapaz de leer la tuya.

Nunca me he arrepentido de que no hubiésemos tenido hijos. En eso, sigo pensando lo mismo de siempre: la descendencia no es garantía de nada, tampoco de sentirnos menos solos cuando llegamos a viejos.

        Regreso a nuestra casa, con las mismas ganas que lleva el convicto a la soga. La niebla se ha convertido en una fina llovizna que barniza el empedrado de las aceras. Me paro un momento en la frutería de José para comprar manzanas y peras. Sí, peras, aunque te extrañe. No es que ahora me gusten, pero me agrada ver en el frutero tu fruta preferida. A veces, hasta me como alguna en la cena, ¿qué te parece? Serán antonjos de un viejo que navega en la nostalgia.

            Hoy iré a comer al restaurante de Lola, como hacía antes contigo. Sigo comiendo allí el cocido de los domingos, aunque ahora como un poco menos y no es porque me falten más dientes. El resto de la semana lo hago en casa, me cocina la mujer que me ayuda en las tareas.  No te preocupes, me alimenta bien, hace lo que debe y es respetuosa. Y yo sigo siendo un hombre de orden, que en eso no he cambiado nada.

            El perro sigue por aquí, pero ahora duerme en nuestro cuarto. No se sube a la cama, lo has dejado bien enseñado, pero le permito que se acurruque en tu sillón. Lo he cubierto con una tela para que no se peguen los pelos a la tapicería. Al final, las cosas se quedan cuando nos vamos, y pienso que es mejor que disfrute Niebla del sillón que el sujeto que lo compre cuando yo también haya muerto. Ya sé que lo consiento demasiado, pero es la única compañía que me queda.

 

                                                                     © Carmen Ferro.   

viernes, 6 de septiembre de 2024

EL REINO DEL ENREDO

 


 

          

En el reino de las fábulas, pájaros cantores vuelan saltando de rama en rama, ambientando con sus trinos el bosque de mentideros con ficticias melodías, sin reparar que en sus picos portan el oro del rastro que engorda la rica hacienda de los dueños del cotarro.

           Hadas, brujas, hechiceros, señores y vasallos, disfraces maravillosos, vendedores de espejismos, trileros, pícaros y tramposos transitan por los caminos en busca del mejor sitio donde plantar el mensaje que atraiga a muchos mosquitos.

         En algún lugar del reino, don Juan tienta a doña Inés. Mientras, en una alcoba lejana, la cándida ilusionada espera tejiendo nubes de algodón en su almohada. Mas, el señor sin corazón busca a otra más lozana, que le entregue con pasión la bolsa de los caudales que guarda.

Un inocente Romeo arriesga su vida en vano, encaramado al balcón de una Julieta sin alma. El buen hombre se ha enredado en el cuento de su amada, que dice penar encerrada en una cárcel dorada. Ella, si poder pudiese, escaparía volando a refugiarse en sus brazos, pero oculta al cándido enamorado que ha de morir esperando.

El avispado Aladino sobrevuela el territorio, buscando la lamparita que le cumpla los deseos solo con frotarla un poco.

Ranas, princesas y sapos vestidos con ropa cara muestran hermosos paisajes y platos de ricas viandas, en busca de seguidores que les sufraguen con likes los estupendos viajes que solo verán en pantalla.

Trovadores, vendehúmos, prosa y poesía sincera, amor del bueno y del malo, bufones y plañideras…

Toda la fauna y la flora del Reino de los enredos navega los anchos mares entre cantos de sirena.

 


                                                                     © Carmen Ferro.   

viernes, 15 de diciembre de 2023

LA DAMA AURIENSE

 

 

 


Cuentan los que saben de estos cuentos, que a la misteriosa dama se le puede ver cabalgando, a lomos de un hermoso corcel blanco, por las escarpadas riberas del  Sil. Desde que el mundo tiene memoria.

Unos dicen: que la mujer rubia pertenecía a un pueblo celta, que habitaba en la zona hace más de mil años. Una hermosa joven, a la que la bruja de una tribu rival, envidiosa de su belleza, condenó a vivir para siempre encerrada en el castro ya olvidado entre la maleza de aquel lugar. Del que solo puede salir en las noches de luna llena, trotando en el caballo que robó a un soldado árabe, cuando Almanzor regresaba de  arrasar Santiago de Compostela, llevándose las campanas de la catedral como venganza.

Otros aseguran: que la dama Dorada, siglos atrás, fue una sierva romana. Cuando los romanos eran los señores de las tierras de Gallaecia. Un centurión se encaprichó de la joven, que lo rechazó ante toda la plebe. Sin embargo, lejos de avergonzarse, el hombre recurrió a las malas artes de una hechicera, que aún la retiene en contra su voluntad, encerrada para siempre en  una de las bodegas de la vertiginosa pendiente de los viñedos, que todavía existen en los  bancales del lugar donde los romanos cosechaban el apreciado vino de Amandi. Que el hechizo sobreviva al paso del tiempo es un misterio, ya que ni tan siquiera aquella hechicera romana vive para explicarlo.

Incluso hay quien sentencia: que ni una cosa ni la otra. La hermosa dama, en realidad, fue la amante del Abad del monasterio más poderoso de ese territorio.  Un hombre piadoso, que torturado  por el pecado de la carne, y temeroso del infierno que le esperaba en la otra vida, enfermó del mal de amores y encerró a la causa de sus tentaciones  en una celda recóndita y húmeda del lugar sagrado que regentaba. Prefería martirizarla con su injusticia a sentirse arrebatado por su belleza. 

 Mientras tanto, la existencia de la muchacha condenada a vivir hasta el día del fin del mundo, continúa transitando en el imaginario de las gentes de los pueblos de la comarca. Aunque nadie confiese haberse encontrado en su presencia, todos comentan que por allí anda una mujer cautiva del tiempo, por alguna razón inexplicable.

 Solo, los ángeles custodios, apiadados de su injusta situación, le permiten salir, una vez al mes, en el caballo del apóstol Santiago, para asegurarse de que el equino la devuelva a su celda antes de que la luz del sol pueda iluminar su piel.

Sea cual fuere el origen de su historia, lo cierto es que la hermosa dama Dorada está condenada a vagar sola por los bancales de los viñedos por toda su existencia.

No obstante, y a pesar de tantas versiones del cuento, una cosa es cierta: encontrarse con ella y saber guardar el secreto, atrae a la buena suerte.

Por eso, David jamás contará que la ha visto. Aunque aquella visión onírica es un recuerdo maravilloso que quedó grabado en el rincón más indeleble de su mente. 

La Dama Dorada tiene una presencia fascinante. Cuenta la leyenda,  que su belleza exótica permanece joven para siempre, gracias a las excelentes propiedades de las aguas termales de la zona. Allí, se la encontró el buen hombre, bañándose en las cálidas pozas de las orillas del Miño, una noche de luna llena. Relucía en su piel un firmamento de destellos dorados, bajo la luz blanca del plenilunio de agosto. Como una sirena, impregnada del oro que aún se encuentra en la arena de las aguas donde los romanos cribaban las pepitas doradas.

Quién logra ver así a la dama Auriense, es bendecido con la buena fortuna.

Embelesado por tanta belleza, David la vio desaparecer sonriente, sumergida en las aguas medicinales de las termas, dejando la imagen de su magnífica presencia impresa en su memoria para siempre. Todavía no sabe si lo soñó o fue real, pero nunca romperá el hechizo de la buena suerte contando que, una vez, tuvo la magia tan cerca.

 

                                                              © Carmen Ferro.   




 

 

 

martes, 10 de octubre de 2023

DON NADIE

 

  



        Soy un nadie. Lo sé. Me lo recuerdan los que pasan de largo, molestos al verme pidiendo en esta esquina.

    Sí, te hablo a ti. No te asustes. Soy un tipo pacífico y las únicas drogas que tomo son legales, casi todas con receta médica. Como ves, hacen bien su trabajo: me mantienen tranquilo, espectador pasivo de la sociedad consumista que camina de un lado para otro sin cesar.

            Yo me muevo poco.

    Sé que no te gusta verme dormir en el cajero, demasiado cerca del portal de tu casa, pues temes que envidie tu vida confortable y te ataque para robarte el bolso de marca. O algo peor, porque eres mujer, joven y guapa.

            Tampoco eso me motiva, puedes estar tranquila.

    No te juzgo. Aunque a mí me juzguen la mayoría de los que me ven tirado entre cartones, tan cerca de vuestros caudales, amenazando vuestra seguridad.

    «Este, cualquier día, me atraca», piensan cuando se acercan al buche metálico que suelta los billetes, idénticos a los que pasaron por mis manos antes de caer en desgracia.

        ¿O qué te crees? ¿Qué siempre he sido un paria? Pues no. Saberlo te ayudaría a superar el miedo que te inspiro.  

     No me mires de soslayo. Te comprendo. 

    No hace tanto tiempo, yo pensaba lo mismo de los sin techo. Cuando todavía no era un don nadie y tenía un trabajo bien remunerado; una familia querida; un coche caro; visa oro; compañeros a los que les pagué muchas cañas y el salario suficiente para comprar ropa tan buena como la tuya.

        Pero un día me despidieron. Una desgracia a mi edad, no te miento.

        El cínico del patrón pretendía engañarme con sus palabras falsas:

        —Esto es muy difícil para nosotros, Adolfo. Después de tantos años, que tengamos que prescindir de ti es muy doloroso. Pero esta maldita crisis...

           Crisis, esa palabra que lo excusa todo, debería darte más miedo que yo. No lo dudes. 

    No tuve más remedio que recoger mis cosas y marcharme al bar de Tomás a pillar una cogorza. Solo. Pues, el olor a apestado ahuyentó a los compañeros de trabajo desde ese momento. Enseguida supe que el finiquito también incluía esa cláusula perversa.

      Y en la barra de aquel bar, empezó mi declive. Aunque, entonces, yo no lo sabía.

     La maldita cincuentena: demasiado mayor para otra oportunidad y demasiado joven para no intentar encontrarla. Incontables, las veces que escuché decir que el mercado laboral había cambiado y debería reciclarme.

        Reciclar: otra palabra destructiva. Toma nota.

    Llevas un reloj precioso. ¿Sabes?, también tenía uno de esa marca. No temas, que no pienso robártelo. No soy de esos, aunque me veas vestido con andrajos que recojo en los contenedores y no me quito de encima hasta que se pudren.

        ¿Apesto? Ay, si yo te contara… 

    Cada semana, iba a mi peluquero de confianza. Esta barba, desaseada y sin control, estaba rasurada; y del pelo, ni te cuento los cuidados; duchita diaria y spa los fines de semana. Entonces, olía a perfume. Cómo lo oyes… No de esos que puedes comprar en cualquier sitio. No, de los buenos de verdad. Vestía impecable: trajes de diseño italiano; zapatos españoles, por supuesto. Las corbatas, siempre me las elegía Elena, que tenía muy buen gusto. 

    Exquisita y lista, mi ex: me mandó al carajo en cuanto detectó la velocidad a la que se vaciaban las cuentas bancarias. No la culpo.

    A partir de ahí, me obsesioné con la máquina tragaperras del bar. Tenía que recuperar a Elena. Pero en eso, tampoco estuvo la suerte de mi lado.

    Un día, Tomás dejó de confiar en mí y de fiarme las cañas que nunca cobraría.

    Y no. No vine directamente de su bar a este colchón de cartones. Antes, acabé con la paciencia de mis padres. A su único hijo no iban a dejarlo tirado, ¿no te parece?

    Enseguida comprendí que mi situación les resultaba insoportable. No era fácil convencerme de que debía salir de la cama para  buscar trabajo.

            Depresión no es una palabra de moda. Atenta. 

    Lo supe demasiado tarde y el alcohol ya se había convertido en mi terapeuta de confianza.

    Una mañana, no soporté la mirada de sufrimiento de mi madre y no regresé a su casa. Nunca.

            No estoy así por gusto, te lo aseguro.  

    Era un hombre feliz. Con trabajo, buena mesa, ropa de calidad, cenitas con los amigos y una familia maravillosa. Una vida, quizá, muy similar a la tuya.

            Llegar hasta aquí, ha sido un viaje corto. Te lo advierto. 

    Ahora, solo puedo perder lo único que me queda. Por eso me consuela pensar que en estas condiciones no tardaré demasiado en conseguirlo. Ni te imaginas la cantidad de personas que tiran tabaco al suelo sin que les duela el alma. A mí me duelen un poco los riñones al recogerlo, pero el estómago me funciona de maravilla, a pesar de alimentarme con vuestros desperdicios.

             ¿Qué asco? ¡Cuántas veces habré dicho eso mismo!       

                    ¡Eh!, ¿has dejado caer este billete en mi sombrero? 

            No compres tu tranquilidad. Yo nunca le haría daño a nadie.

                            

                                                 © Carmen Ferro.        


 

 


CON UN PAR

  Hay historias que no cuentan los libros, que viajan en la memoria del tiempo y asoman bajo el techo estrellado de una noche de verano,...