Mis recuerdos de aquella noche son demasiado confusos, lo
reconozco. Y nada me inquieta más que la confusión. Aun así, no todo se ha diluido
en la niebla de mi memoria.
Recuerdo, con nitidez, tu desgarbada
figura destacando entre toda la gente de
la disco. Me mirabas desde la barra, con la condescendencia del que sabe que
tiene a tiro a su presa. Después, te acercaste
a la pista con la copa en la mano. Aún puedo ver los destellos de luz,
reflejados en el resplandeciente blanco de tus dientes, iluminándote al ritmo
de la estrepitosa música tecno.
— Hola, ¿estás sola?—escuché tu pregunta
tonta entre el bullicio.
Te sonreí estúpidamente, y sostuve tu
mirada un breve instante. Los segundos que tardaste en deslizar, con descaro,
los ojos en el escote de mi blusa.
Era sábado noche. Música y seducción en una coctelera de luz,
alcohol y diversión. Mi torpeza fue responderte:
— ¿Sola en este aquelarre infernal? ¡Qué
tontería, chaval!
Quizás no me oíste. Te uniste al grupo
bailando con un brazo en alto y me
ofreciste un trago del líquido azulado. Nunca supe que era aquello que estaba
tan bueno.
De pronto, me sobresaltó un mordisco
inesperado en el cuello. ¿Qué había pasado? Eso aún no me lo has contado. Estabas
muy cerca pero no me habías tocado, de eso estoy segura. Bailabas saltando como
un simio a mi lado, cantando el estribillo de la canción de moda.
No sé qué vi en ti. Pero bailé contigo,
atrapada en tu órbita, moviéndome al ritmo de tus monerías. Me invitaste a una
copa y te dije que sí.
Hablabas con el barman, cuando me fijé en
el brillante solar de tu cráneo. Un cartel de neón iluminado al ritmo
trepidante de la música. Ni un pelo de tonto, parecías anunciar. Ahora sé que debí
leer bien la señal.
Después de acercarte al disc-jockey, comenzó a sonar la música lenta. Nada original tu propuesta:
— ¿Bailamos, nena?
Sin duda, ya estaba aturdida. ¿Me llamaste
nena y te seguí la fiesta? Nunca he soportado que me llamen nena, pero bebí la
copa sin darte una queja. Me dejé llevar por la atracción irresistible de tu
aroma singular, pegué mi cuerpo al tuyo y abracé tu cuello. Imagine,
cantaba John Lennon. Y al son de ese
himno, soñé otro mundo posible contigo desde el primer beso. Sin sospechar de
tu poder hipnótico, me perdí en el dulce túnel de tu boca.
Al
terminar la canción, me marché contigo sin despedirme de los amigos. Había
enloquecido.
Tu Cadillac, tan llamativo y
deslumbrante como la ropa de piel sintética que te vestía. Ya me había
enamorado, lo sé. De no estar tan ciega me percataría de que tus ojos eran
amarillos. Ni azules ni verdes, como yo los ví.
Un descampado bajo la luna. El frío de
enero. Mi piel y la tuya, sobre el cuero helado de la tapicería. Ardía el fuego.
Por eso, no percibí bien las escamas de tu cuerpo, recostado en el asiento bajo
mi peso, cuando mis caricias te convertían en un lagarto inmenso.
Entonces, era una ingenua. Tenía la mala
costumbre de besar con los ojos cerrados, y eso es arriesgado. Cuando me di
cuenta, ya era irremediable. Me habías
atrapado con tus maravillas antes del viaje.
Al
amanecer, tu coche era una nave rumbo al universo. Demasiado tarde para
arrepentirme. Desde el espacio, mi mundo se alejaba en un punto azulado.
En pleno vuelo cambiaste de apariencia. Mi
precioso lagarto se transformó en rana, brillante gelatina verdosa con ojos de
arcoíris saltones.
Nada me resultaba extraño. Me sentía cómoda y
feliz en aquel colosal escenario. Ahora, lo tengo claro: me habías drogado con
la bebida. Deberías reconocerlo.
De pronto, todo giraba a gran velocidad.
La espiral me arrastró hacia ti, me perdí en tus arcoíris y me dejé absorber
por tu gelatina. Me agité contigo. Y cuando amainó, yo era una rosquilla
suave y esponjosa, rellena de tu materia viscosa.
— ¿A dónde me llevas?— te pregunté
tranquila—Siempre soñé con escapar del mundo, pero no así.
Mi batracio no respondió. Seguiste
expandiéndote sin control. En tu cuerpo gelatinoso crecían espirales con brillo
de diamante. Tus ojos se multiplicaban, formando ventosas esculpidas en
aquellas antenas hipnóticas.
Ni un escalofrío, ni un leve temor,
ni un grito ahogado. Nada me distrajo de la alucinación. Eras fascinante. No
podía dejar de mirarte.
Un ser de otro mundo, me había
conquistado. Subyugaste mi voluntad humana desde la primera mirada. Aquella
danza conmigo era un ritual que no supe detectar a tiempo.
Nadie lo sospecha. Los pincha discos, con
su matraca de melodías infernales; los barman con sus cócteles… No solo nos
revientan los tímpanos y el hígado. Son vuestros aliados en la estrategia para
someter a la humanidad con sutileza. Cómplices al servicio de
invasores, camuflados bajo el aspecto agradable de un ser atractivo.
Las discotecas son vuestro
territorio de caza. Esas luces que giran y nos aturden, esas canciones de
estribillos sin sentido, repetidos una y otra vez, son el conjuro que nos
confunde. La ceremonia que nos conduce a la nave del deseo de irnos lejos.
Os acompañamos encandilados a vuestro
fantástico universo, y nos convertimos en dóciles rosquillas satisfechas.
Ahora, en este planeta insospechado, desde el mirador de mi órbita, lo
veo con nitidez:
Otro mundo es
posible si lo invento contigo.
© Carmen Ferro.