![]() |
«Aquellos eran tiempos complicados, hija. Eso le pasó a tu abuela y a demasiadas muchachas de este
pueblo, y de otros. Una época difícil
para todo, y más aún para las mujeres que se quedaron solas, con sus hombres
huidos o muertos en la maldita guerra.
Ellas, desgraciadamente, no pudieron elegir su destino. Ni tan siquiera
rebelarse en contra».
Fue la única explicación que me dio mi madre, cuando le
pregunté porqué mi abuela tuvo dos hijos de soltera.
Yo era una niña curiosa. Me daba cuenta de que en el pueblo,
había muchos niños sin abuelos y demasiados hijos de soltera.
«No están reconocidos.
Porque por saber… ¡Ay, si las paredes hablasen! Dicen las malas lenguas
que muchos hasta comparten padre».
Las vecinas me contaban las cosas a medias, y a mi madre no
le gustaba hablar del pasado. Pero una tarde, me puse tan pesada, que conseguí una parte de la historia familiar. Y
no me gustó nada.
«El padre de tu abuela desapareció una noche y no regresó
nunca. Nada se supo de un hombre que se
marchó de su casa y ni se llevó la
cartera. Unos dicen que el cura lo delató por rojo, otros que escapó al monte,
lo mataron y lo tiraron en una cuneta. Quizás aprovechó el claro de luna para
cruzar el río, y en Portugal se embarcó de polizón en un mercante, se marchó a
las américas. De todo se llegó a decir de un
abuelo que solo recuerdo por el recuerdo de otros. Nunca llegó una
carta, ni apareció su cadáver. Y mi abuela se quedó más sola que la una, con
cuatro hijos, en un tiempo donde todo era hambre.
Mis tíos, dos chiquillos adolescentes, marcharon a buscarse
la vida por el mundo adelante. Y mi madre y la tía Balbina, solo unas niñas, se
quedaron en el pueblo sirviendo en la casa del rico de la comarca. El de las
fincas y los viñedos más grandes, y otros negocios de los que nadie se atrevió
nunca a hablar. En La Casa Grande necesitaban criadas a cambio de un plato de
caldo y cuatro patatas».
Dejé de hacerle preguntas a mi madre angustiada. Era difícil ser una niña de posguerra hija
de soltera. Su tía Balbina era más habladora. Le
juré que no le diría a mamá que ya sabía el secreto familiar.
«Poco le importaba al
señorito estar casado con la hija del mayor terrateniente de la comarca. Un
caprichoso que tomaba por su cuenta lo que no conseguía con su palabrería
barata.
Y cuidadito con hablar o te quedas en la calle ¿Quién te va
a creer? ¡Pobre diabla!
Así amenazaba a todas. Y se callaban. La necesidad era mucha, y el hambre aprieta más que la venganza y vergüenza de una tripa hinchada. Entonces nació tu tío Andrés. Muy difícil criar un niño sola y mantener a una madre viuda. Se calló. Era muy duro sobrevivir. Casi todos los jóvenes se habían marchado, quedaron los enfermos y los viejos. Y los caciques. Eran tiempos duros, Inés. Muy duros para una mujer pobre, y sin nadie que la pudiese defender».
Mi madre jamás me contaría eso. Pero aquellos tiempos
difíciles, no habían sido duros para todos. Algunos vivieron muy bien a costa
de las necesidades de otros.
La tía Balbina me contó cosas que deseé fuesen cuentos de
viejas.
«Un día llegaron al pueblo unos extranjeros amigos del alcalde. Una docena de buenos mozos, altos, rubios y con los ojos claros, se alojaron en el pazo del marqués. A todos nos extrañó que vinieran a este pueblo perdido. La ignorancia, Inés. Aún hace pocos años que supe de la importancia de nuestras minas de wolframio para ellos. Uno se encaprichó de tu abuela. Y ella tenía que seguir viviendo para criar a su hijo».
«Tía Balbina, por
favor calla. Prefiero pensar que los
ojos azules de mi madre son reflejo del amor de una pueblerina y un apuesto
extranjero. Mis ojos son azules ¿No te das cuenta?»
Inventé una historia
mejor para contarme:
La abuela, vestida
como las sirvientas de las películas, con su cofia y su delantal sobre el traje
negro. Sus manos, estropeadas de fregar, cubiertas con guantes blancos, llevaban las bandejas a una enorme mesa, decorada con
flores y candelabros. Una comida abundante para sus señores y aquellos mozos invitados.
Imaginé a mi abuelo
guiñándole su ojo azul cuando le dejó una nota debajo del plato; ella la
recogió después sorprendida. La pobre nunca aprendió a leer.
“En el jardín después de las diez”, leyó la hija del
tendero, mientras comían en la cocina las sobras de la cena.
En punto salió de la casa a escondidas, corriendo entre los
setos del jardín. La esperaba su galán
de ojos azules, sonriente, con una camelia en la mano. Estaba espléndida bajo la luna
llena. Con un vestido rosa, que le tomó prestado a la señorita de la casa. Una
niña buena que tenía muchos ¡Y a mi abuela ese le quedaba tan bien!
Imaginé un beso apasionado
y dos corazones latiendo en el pecho. Las manos extranjeras abrazándola
por la cintura y ella temblando, tímida. Una mujer del pueblo había enamorado a
un extranjero, con su belleza morena y los ojos verde aceituna.
Pasó así, abuela. Fue así… Todo lo demás se lo llevó el
viento.
© Carmen Ferro.
Relato participante en el Concurso El Tintero de Oro
Incluido en el libro Relatos Asombrosamente Asombrosos, publicado por El Tintero de Oro.