martes, 22 de enero de 2019

AGUJERO NEGRO


Hay días que amanecen engullidos por una pesadilla. Me visten de gris plomizo y húmedo, con relojes de plomo apretándome las manos con grilletes de acero.  El aire es tan viscoso que apenas me llega a los pulmones.

Tic tac en el reloj de pared heredado del abuelo. Ding ding ding cada media hora. Campanadas cansinas me cuentan la hora en punto, mas el tiempo avanza lento y a rastras me lleva al mediodía, sin que nada cambie.

Me asomo a la ventana. No cesa la lluvia. En la plaza de la iglesia, doce campanadas invitan a rezar el Ángelus a un pueblo vacío hasta de pájaros. La torre del campanario se mira altiva en los charcos del suelo su nido sin cigüeñas y se compara con los árboles deshojados.

Imagino fantasmas de  palomas bañándose, en las improvisadas bañeras de las losas, sus plumas blancas y grises. Un soplo de viento las desvanece. La plaza se queda vacía, como ayer, como siempre, desde que no hay niños ni viejos que la llenen de voces.

Cierro la ventana y me acuesto a contemplar las paredes. Hoy ni el espejo de la abuela me quiere ver despierta. Me pesan las pestañas y los ojos se me cierran. No lucho, no me dan las fuerzas para enfrentarme a la almohada, que se aferra a mi cabeza con telas de arañas invisibles. Ellas tejen las sábanas plomizas que atrapan mi cuerpo de óxido de hierro.

Mis piernas, mis brazos, todos mis huesos, se adhieren con fuerza al imán gigante que anida en el colchón de esta cama vieja. Me abandonan, y me dejan a solas con mi cabeza llena de malos pensamientos.

 Ideas grises y negras caen sin cesar, apuradas y dolientes, a un pozo  furioso, a un agujero negro que se traga las ganas de cualquier cosa.

Se va la luz de la tarde cuando el reloj cuenta seis, y se lleva sin permiso las ganas de levantarme.

Me vence el duermevela. Las ilusiones se visten de la fina telaraña de los sueños oscuros que proyectan tu imagen evanescente. Me despierta el sobresalto de siempre. Ciego otra vez.

Es noche cerrada. Otro día en el que no pasó nada más que las horas insoportables, sin llevarse estas ganas de huir de una vez por todas. Sin tiempo a que curen  las uñas rotas, los dedos destrozados, las manos desgarradas de luchar por no caer en la negrura espesa de ese tifón, abierto en las paredes del cuarto de las ausencias.

Entonces sueño que llegas. De pronto la noche se hace día. Abres la ventana y me muestras aquel pequeño resquicio de luz que se cuela entre los nubarrones grises. El breve resplandor de una estrella fugaz, esa luz intensa reflejada en tus ojos, es un soplo de aliento a mis ganas muertas.

Y de nuevo respiro.

Solo tengo miedo al fantasma del miedo, a solas.


                                                                                                                                           

                                                                                      © Carmen Ferro.



EL REGRESO

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