Hay días que amanecen engullidos por una pesadilla. Me visten de gris
plomizo y húmedo, con relojes de plomo apretándome las manos con grilletes de
acero. El aire es tan viscoso que apenas
me llega a los pulmones.
Tic tac en el reloj de pared heredado del abuelo. Ding ding ding cada media
hora. Campanadas cansinas me cuentan la hora en punto, mas el tiempo avanza
lento y a rastras me lleva al mediodía, sin que nada cambie.
Me asomo a la ventana. No cesa la lluvia. En la plaza de la iglesia,
doce campanadas invitan a rezar el Ángelus a un pueblo vacío hasta de pájaros. La
torre del campanario se mira altiva en los charcos del suelo su nido sin cigüeñas
y se compara con los árboles deshojados.
Imagino fantasmas de palomas
bañándose, en las improvisadas bañeras de las losas, sus plumas blancas y
grises. Un soplo de viento las desvanece. La plaza se queda vacía, como ayer,
como siempre, desde que no hay niños ni viejos que la llenen de voces.
Cierro la ventana y me acuesto a contemplar las paredes. Hoy ni el
espejo de la abuela me quiere ver despierta. Me pesan las pestañas y los ojos
se me cierran. No lucho, no me dan las fuerzas para enfrentarme a la almohada,
que se aferra a mi cabeza con telas de arañas invisibles. Ellas tejen las
sábanas plomizas que atrapan mi cuerpo de óxido de hierro.
Mis piernas, mis brazos, todos mis huesos, se adhieren con fuerza al
imán gigante que anida en el colchón de esta cama vieja. Me abandonan, y me
dejan a solas con mi cabeza llena de malos pensamientos.
Ideas grises y negras caen sin
cesar, apuradas y dolientes, a un pozo
furioso, a un agujero negro que se traga las ganas de cualquier cosa.
Se va la luz de la tarde cuando el reloj cuenta seis, y se lleva sin
permiso las ganas de levantarme.
Me vence el duermevela. Las ilusiones se visten de la fina telaraña de
los sueños oscuros que proyectan tu imagen evanescente. Me despierta el
sobresalto de siempre. Ciego otra vez.
Es noche cerrada. Otro día en el que no pasó nada más que las horas insoportables,
sin llevarse estas ganas de huir de una vez por todas. Sin tiempo a que
curen las uñas rotas, los dedos
destrozados, las manos desgarradas de luchar por no caer en la negrura espesa
de ese tifón, abierto en las paredes del cuarto de las ausencias.
Entonces sueño que llegas. De pronto la noche se hace día. Abres la
ventana y me muestras aquel pequeño resquicio de luz que se cuela entre los nubarrones
grises. El breve resplandor de una estrella fugaz, esa luz intensa reflejada en
tus ojos, es un soplo de aliento a mis ganas muertas.
Y de nuevo respiro.
Solo tengo miedo al fantasma del miedo, a solas.
©
Carmen Ferro.