NIEBLA
Sé que esta mañana nadie me traerá
el desayuno a la cama, como hacías los domingos durante tantos años. Salgo de
casa temprano y me pierdo en la niebla que envuelve las calles casi vacías,
para no asfixiarme en la melancolía de la ausencia que devora el aire que me
rodea. Todavía no han apagado las farolas del barrio, que apenas alumbran las
aceras que me llevan hacia el café Melodías.
Cuando llego, Josefa me saluda, tan
cariñosa como siempre, y me trae a la mesa las tostadas con jamón y la taza de
café cargado —con cafeína hasta el borde porque el corazón lo tengo destrozado
y así siento que aún palpita—, un vaso de agua y el jornal del día.
Nuestra amiga me sigue tratando
como a un hermano. A veces, tengo la sensación de que este lugar alivia mi pena, por eso
seguiré viniendo a desayunar aquí hasta que me abandonen las fuerzas.
No sé porque leo el periódico
mientras como, si los diarios solo cuentan malas noticias y eso no es lo mejor
para comenzar el día. Tenías razón cuando me decías eso. Sin embargo, sigo
leyendo las esquelas después de echarle el vistazo a los titulares de la
primera página. Mis manías no han cambiado en estas cosas y ahora cada vez es
más frecuente encontrar un nombre conocido en esos cuadraditos enmarcados en tinta negra. Aunque confieso que fui incapaz de leer la tuya.
Nunca me he arrepentido de que no
hubiésemos tenido hijos. En eso, sigo pensando lo mismo de siempre: la
descendencia no es garantía de nada, tampoco de sentirnos menos solos cuando
llegamos a viejos.
Regreso a nuestra casa, con las mismas
ganas que lleva el convicto a la soga. La niebla se ha convertido en una fina
llovizna que barniza el empedrado de las aceras. Me paro un momento en la
frutería de José para comprar manzanas y peras. Sí, peras, aunque te extrañe.
No es que ahora me gusten, pero me agrada ver en el frutero tu
fruta preferida. A veces, hasta me como alguna en la cena, ¿qué te parece? Serán antonjos de un viejo que navega en la nostalgia.
Hoy iré a comer al restaurante de
Lola, como hacía antes contigo. Sigo comiendo allí el cocido de los domingos, aunque
ahora como un poco menos y no es porque me falten más dientes. El resto de la
semana lo hago en casa, me cocina la mujer que me ayuda en las tareas. No te preocupes, me alimenta bien, hace lo que debe
y es respetuosa. Y yo sigo siendo un hombre de orden, que en eso no he cambiado
nada.
El perro sigue por aquí, pero ahora
duerme en nuestro cuarto. No se sube a la cama, lo has dejado bien enseñado,
pero le permito que se acurruque en tu sillón. Lo he cubierto con una tela para
que no se peguen los pelos a la tapicería. Al final, las cosas se quedan cuando
nos vamos, y pienso que es mejor que disfrute Niebla del sillón que el sujeto
que lo compre cuando yo también haya muerto. Ya sé que lo consiento demasiado,
pero es la única compañía que me queda.