sábado, 26 de diciembre de 2020

HILOS DE ESCARCHA

 




Tengo un verso atravesado en la tráquea

una estrofa dispersa en el diafragma

me ahoga con el hipo oscilante

de las palabras enclaustradas.

 

En la cavidad interna de mi esqueleto

se balancea un poema arrítmico

esquirla de hielo punzante en la víscera capital.

 

Agoniza su latido errante 

entre el siempre y el jamás.

 

Las letras de tu nombre escalan

  la laringe con sonidos sofocantes

buscando  desesperadas  el aire esencial.

 

Siento un frío atroz incrustado en el esternón

escarcha dolorosa en la garganta

aguijones clavados en mis cuerdas vocales.

 

Una afonía insoportable de lamentos

intentan tararear la triste melodía

ahogada  en la noche oscura de los nonatos.

 

Los músculos me abandonan a mi suerte

caigo en la dura superficie helada

despierto con ojos de pez anestesiado

 en busca del oxígeno del agua.

 

Trago bocanadas de aire inútil

intento sobrevivir a este  gélido invierno

batallo hasta la extenuación

con la esperanza de ganar el duelo.


Nado en el silencio que me aterra

buceo en la oscuridad abismal

esquivando  la onda desbastadora 

de un torpedo letal en los órganos vitales.

 

Me consuela contemplar la noche despejada

el universo es un techo iluminado 

miles de poemas flotan en el firmamento

intentando conjugar  un abrazo imposible

entre dos planetas brillantes. 

 

Sonríen,

mientras mi tierra se tiñe completamente de escarcha.

 

© Carmen Ferro.





jueves, 27 de febrero de 2020

TIEMPOS DE CAMELIAS

Imagen  © Carmen Ferro




        «Aquellos eran tiempos complicados, hija. Eso le pasó  a tu abuela y a demasiadas muchachas de este pueblo, y  de otros. Una época difícil para todo, y más aún para las mujeres que se quedaron solas, con sus hombres huidos o muertos en la maldita guerra.  Ellas, desgraciadamente, no pudieron elegir su destino. Ni tan siquiera rebelarse en contra».

 

    Fue la única explicación que me dio mi madre, cuando le pregunté porqué mi abuela tuvo dos hijos         de soltera.

    Yo era una niña curiosa. Me daba cuenta de que en el pueblo, había muchos niños sin abuelos y                 demasiados hijos de soltera.

«No están reconocidos.  Porque por saber… ¡Ay, si las paredes hablasen! Dicen las malas lenguas que muchos hasta comparten  padre».

        Las vecinas me contaban las cosas a medias, y a mi madre no le gustaba hablar del pasado.            Pero una tarde, me puse tan pesada, que  conseguí una parte de la historia familiar. Y no me         gustó nada.

 

«El padre de tu abuela desapareció una noche y no regresó nunca.  Nada se supo de un hombre que se marchó de su casa y ni  se llevó la cartera. Unos dicen que el cura lo delató por rojo, otros que escapó al monte, lo mataron y lo tiraron en una cuneta. Quizás aprovechó el claro de luna para cruzar el río, y en Portugal se embarcó de polizón en un mercante, se marchó a las américas. De todo se llegó a decir de un  abuelo que solo recuerdo por el recuerdo de otros. Nunca llegó una carta, ni apareció su cadáver. Y mi abuela se quedó más sola que la una, con cuatro hijos, en un tiempo donde todo era hambre.

Mis tíos, dos chiquillos adolescentes, marcharon a buscarse la vida por el mundo adelante. Y mi madre y la tía Balbina, solo unas niñas, se quedaron en el pueblo sirviendo en la casa del rico de la comarca. El de las fincas y los viñedos más grandes, y otros negocios de los que nadie se atrevió nunca a hablar. En La Casa Grande necesitaban criadas a cambio de un plato de caldo y cuatro patatas».

 

    Dejé de hacerle preguntas a mi madre angustiada. Era difícil ser una niña de posguerra hija

 de soltera. Su tía Balbina era más habladora. Le juré que no le diría a mamá que ya sabía el secreto familiar.

 «Poco le importaba al señorito estar casado con la hija del mayor terrateniente de la comarca. Un caprichoso que tomaba por su cuenta lo que no conseguía con su palabrería barata.

Y cuidadito con hablar o te quedas en la calle ¿Quién te va a creer? ¡Pobre diabla!

Así amenazaba a todas. Y se callaban. La necesidad era mucha,  y el hambre aprieta más que la venganza y vergüenza de una tripa hinchada. Entonces nació tu tío Andrés. Muy difícil criar un niño sola y mantener a una madre viuda. Se calló. Era muy duro sobrevivir. Casi todos los jóvenes se habían marchado, quedaron los enfermos y los viejos. Y los caciques. Eran tiempos duros, Inés. Muy duros para una mujer pobre, y sin nadie que la pudiese defender».

        Mi madre jamás me contaría eso. Pero aquellos tiempos difíciles, no habían sido duros para todos.         Algunos vivieron muy bien a costa de las necesidades de otros.

La tía Balbina me contó cosas que deseé fuesen cuentos de viejas.

«Un día llegaron al pueblo unos extranjeros amigos del alcalde. Una docena de buenos mozos, altos, rubios y con los ojos claros, se alojaron en el pazo del marqués. A todos nos extrañó que vinieran a este pueblo perdido. La ignorancia, Inés. Aún hace pocos años que supe de la importancia de nuestras minas de wolframio para ellos. Uno se encaprichó de tu abuela. Y ella tenía que seguir viviendo para criar a su hijo».

     No quise saber más secretos familiares.

             «Tía Balbina, por favor calla.  Prefiero pensar que los ojos azules de mi madre son reflejo                 del amor de una pueblerina y un apuesto extranjero. Mis ojos son azules ¿No te das cuenta?»

Inventé  una historia mejor para contarme: 

    La abuela, vestida como las sirvientas de las películas, con su cofia y su delantal sobre el traje negro. Sus manos, estropeadas de fregar, cubiertas con  guantes blancos, llevaban  las bandejas a una enorme mesa, decorada con flores y candelabros. Una comida abundante para sus señores y aquellos mozos invitados.

Imaginé a mi abuelo  guiñándole su ojo azul cuando le dejó una nota debajo del plato; ella la recogió después  sorprendida.  La pobre nunca aprendió a leer. 

“En el jardín después de las diez”, leyó la hija del tendero, mientras comían en la cocina las sobras de la cena.

        En punto salió de la casa a escondidas, corriendo entre los setos del jardín. La esperaba su  galán de ojos azules, sonriente, con una camelia en la mano.  Estaba espléndida bajo la luna llena. Con un vestido rosa, que le tomó prestado a la señorita de la casa. Una niña buena que tenía muchos ¡Y a mi abuela ese le quedaba tan bien!

Imaginé un beso apasionado  y dos corazones latiendo en el pecho. Las manos extranjeras abrazándola por la cintura y ella temblando, tímida. Una mujer del pueblo había enamorado a un extranjero, con su belleza morena y los ojos verde aceituna.

Pasó así, abuela. Fue así… Todo lo demás se lo llevó el viento.

© Carmen Ferro.





Relato participante en el Concurso El Tintero de Oro




Incluido en el libro Relatos Asombrosamente Asombrosos, publicado por El Tintero de Oro.






domingo, 18 de marzo de 2018

CONDENA PERPETUA


Salieron juntos, agarrados de la mano, detrás de aquella puerta dejaban un horror. Una historia más de esas que no deberían pasar nunca, pero  sucedió, y ahora ya no tiene remedio. Cargarán con ella en sus espaldas para siempre.

 Demasiados años de suplicio. Demasiados los días, demasiadas las noches.  Demasiado dolor. Y aún así, no desfallecieron en su empeño desesperado en busca de la salida.
Todo fue un exceso durante ese tiempo maldito, en el que pasaban los días con el mismo color que las noches.
 Esa tarde todo se puso a su favor, y ellos no estaban desprevenidos.  Era la oportunidad y sabían bien qué  hacer. No necesitaron mucho, una buena hacha y mucha puntería. Cada uno se ocupó de lo suyo. Acertaron de pleno.
Juan estaba entero, con el corazón duro y la cabeza muy fría. La pequeña Lidia  estaba tan asustada, que no fue capaz de articular palabra en varias semanas. En su cabeza un único consuelo, su tío no los  volvería a tocar jamás.
La carnicería que dejaban allí no sería su peor recuerdo de aquella casa, en sus pesadillas seguiría sintiendo aquellas asquerosas manos recorriéndola, sin pudor, en la oscuridad de aquel cuarto pestilente.
Ahora ya habían cumplido. Solo esperaban una celda mejor que el sucio lugar donde vivieron encerrados toda su infancia, con poca comida y muchas vejaciones.
En la calle no había un alma. Nadie pudo oír los gritos, al igual que nunca escucharon sus llamadas de auxilio. Desde aquel sótano era casi imposible. 
De eso se había guardado bien el monstruo, hermano de su padre. Hizo creer a todos que los chicos se habían ido del pueblo, cuando la desgraciada suerte de sus padres se los llevó de esta vida, cruzando las vías del tren.
Desde las casas cercanas asomaban cabezas. Otros se conformaron con espiar desde el velado paisaje que traspasa las cortinas.
 Mejor no saber nada, conformar sus conciencias con el bálsamo del desconocimiento.  
Entre murmullos una misma pregunta: ¿Los hijos de Inés no estaban en un orfanato?

© Carmen Ferro.

DESASTRE PREMEDITADO

                                                                                                                                    DESASTRE...