En
casi todas las familias hay un iluminado y en la nuestra tenemos a mi primo Abelino.
Ya desde pequeño mostraba gran afición por el universo y la chatarra.
No
es que acumulase basura sin ton ni son. Nada más lejos. Aprovechaba las cosas
que otros desechaban para construir el vehículo espacial con el que pensaba explorar
las estrellas.
Tenía
imaginación, ingenio y tenacidad a raudales. Además, contaba con la
colaboración entusiasta de su hermana y de esta que lo cuenta. Juntos ensamblamos,
lata a lata, el artilugio que nos transportaría al espacio.
Un viernes, a mediados de noviembre, sobre
las ocho de la tarde, nos embarcamos en nuestro peculiar transbordador. Desde
lo alto de la fortaleza que vigila la ciudad, partimos rumbo norte hacia el
mundo estelar.
Pasó
lo irremediable. A los pocos minutos, caímos suavemente. ¡Menos mal!
—Llegamos—dijo
el capitán.
—¿A
dónde? — preguntó su hermana, yo había quedado muda del susto.
—A
Polaris.
—Pues creo que hemos alunizado en el árbol de Navidad—intenté decir.
—Cinco,
cuatro, tres, dos, uno…
No
sé si me cegó más la ira o la intensidad de millares de luces led inundando las
calles de color. Tanta faena, para acabar haciendo el ridículo de esa manera.
La gente aplaudía y se desgañitaba entusiasmada al
ritmo del inagotable villancico de María.
—¡Mira,
mira! —gritaron unos niños—¡Hay duendes colgados en la estrella!
Menudo bochorno. Cientos de dedos nos apuntaban. Mientras, Abelino anunciaba sin complejos:
¡Ya
es Navidad en el planeta tierra!
© Carmen Ferro.

