Aquella noche, Paio contemplaba extasiado la belleza del firmamento. Su sacrificada vida de eremita se sentía recompensada con esos momentos especiales, en conexión con lo divino.
El buen hombre vivía apartado
del mundo, en la humedad de un bosque gallego, donde no le faltaba lo esencial
para sobrevivir. Abundante el agua y las cuevas de rocas donde
resguardarse, Paio poco más necesitaba. Pescaba y cazaba sin esfuerzo, tanta
era la riqueza de aquella tierra. Como buen eremita sabía distinguir cientos de
plantas comestibles y medicinales. Insectos, semillas, frutos y hongos diversos
estaban a su disposición durante todo el año.
Reposaba de la
frugal cena, en oración contemplativa, cuando de pronto las estrellas
comenzaron a moverse en círculo en el cielo que le cubría.
Sin duda, aquello era una señal divina.
Las luces se arremolinaban
sobre un mismo punto del monte Libredón, mientras voces extrañas le anunciaban
que allí estaba el lugar dónde habían enterrado al apóstol decapitado que habían
traído de Oriente, para darle sepultura en la tierra donde había predicado el
evangelio nueve siglos atrás.
Paio piensa que debería partir de
inmediato a dar la noticia al obispo de Iria Flavia, pero sentía un mareo
tal que no le permitía ponerse en pie.
Entonces recordó la nueva seta que
había encontrado por la tarde, y que había mezclado con las hierbas de la cena.
Aunque solo había añadido una pizca, el dichoso hongo le había sentado fatal.
«No volveré a comerla nunca más»,
sentenció.
Con enorme esfuerzo, consiguió
levantarse y buscar entre sus hierbas las precisas para aliviar su malestar.
Las masticó y se echó a dormir, pues era lo que necesitaba antes de emprender
el camino.
Durmió más de la cuenta. Al amanecer ya
había olvidado el excepcional suceso de la noche anterior. Tiró las setas sobrantes y rezó hacia
Oriente, antes de salir en busca de alimento para el almuerzo.