
Salieron juntos, agarrados de la mano, detrás de aquella puerta dejaban un horror. Una historia más de esas que no deberían pasar nunca, pero sucedió, y ahora ya no tiene remedio. Cargarán con ella en sus espaldas para siempre.
Demasiados años de suplicio. Demasiados los días, demasiadas
las noches. Demasiado dolor. Y aún así,
no desfallecieron en su empeño desesperado en busca de la salida.
Todo fue un exceso durante ese tiempo maldito, en el que
pasaban los días con el mismo color que las noches.
Esa tarde todo se
puso a su favor, y ellos no estaban desprevenidos. Era la oportunidad y sabían bien qué hacer. No necesitaron mucho, una buena hacha y
mucha puntería. Cada uno se ocupó de lo suyo. Acertaron de pleno.
Juan estaba entero, con el corazón duro y la cabeza muy
fría. La pequeña Lidia estaba tan asustada, que no fue capaz de articular
palabra en varias semanas. En su cabeza un único consuelo, su tío no los
volvería a tocar jamás.
La carnicería que dejaban allí no sería su peor recuerdo de
aquella casa, en sus pesadillas seguiría sintiendo aquellas asquerosas manos
recorriéndola, sin pudor, en la oscuridad de aquel cuarto pestilente.
Ahora ya habían cumplido. Solo esperaban una celda mejor que
el sucio lugar donde vivieron encerrados toda su infancia, con poca comida y
muchas vejaciones.
En la calle no había un alma. Nadie pudo oír los gritos, al
igual que nunca escucharon sus llamadas de auxilio. Desde aquel sótano era casi
imposible.
De eso se había guardado bien el monstruo, hermano de su
padre. Hizo creer a todos que los chicos se habían ido del pueblo, cuando la
desgraciada suerte de sus padres se los llevó de esta vida, cruzando las vías del tren.
Desde las casas cercanas asomaban cabezas. Otros se
conformaron con espiar desde el velado paisaje que traspasa las cortinas.
Mejor
no saber nada, conformar sus conciencias con el bálsamo del
desconocimiento.
Entre murmullos una misma pregunta: ¿Los hijos de Inés no
estaban en un orfanato?
© Carmen Ferro.